22.7.11

Limp Bizkit - Movistar Arena (21 de julio)

De haber ocurrido 10 años antes, el primer concierto de Limp Bizkit en Chile aseguraba un lleno absoluto, una caldera humana. Pero el descomunal atraso en la visita del grupo, sumado a la sobreoferta de carísimos espectáculos en vivo, hizo que sólo cerca de 6 mil personas llegaran al Movistar Arena. El recinto funcionó a media capacidad, aunque con quórum suficiente para convencerse de que la banda era esperada con especial afecto (no como Helmet, cuya triste cancelación fue confirmada pocas horas antes) y de que para muchos, estar ahí poseía un significado especial. Tanto así, que algunos interpretaron la ocasión como una de sus primeras alegrías post fracaso en Copa América. Así lo hicieron saber los cantos de ceacheí que salieron desde el público, acallados por Fred Durst con un atinadísimo “shut the fuck up!” (después de todo, no estábamos en un partido de fútbol).

“Fuck”, de hecho, fue una palabra recurrente en el transcurso de la presentación. Es que Fred Durst, además de una aparente dotación vitalicia de merchandising de los New York Yankees, tiene la coprolalia a flor de labio, maldice constantemente, y el gran detalle al respecto es que él mismo lo sabe y ha reflexionado al respecto. Incluso mencionó lo divertido que es decir groserías, con la cara de un niño que recién está descubriéndolas, mientras las repartía a granel (“that’s a chilean dumbhole right there”, espetó apuntando a una persona en especial; “up your chilean ass”, le lanzó a otra). Pero el vocalista de Limp Bizkit no es un imberbe, sino un caudillo en pleno dominio de sus actos, que hasta es capaz de maquillar la verdad, si es necesario, para engatusar a su ejército. Durante ‘Take a Look Around’ (un single del 2000) aseguró que llevaba 15 años esperando “tocar este momento, de esta canción”, en Chile (saca tus propias cuentas).

Al comienzo de ‘Break Stuff’, que tempranamente despertó la efervescencia del Movistar Arena, Durst miró a Wes Borland ejecutando la intro del tema y afirmó con autosuficiencia que sólo una nota musical bastaba. Lo curioso es que la versión en vivo del tema fue más larga que la del disco “Significant Other” (1999) e incluyó entre sus agregados un solo de guitarra en que Borland demostró su amplio conocimiento del pentagrama. Contradicciones que se le perdonan a una banda de tanto carisma, con un maestro de ceremonias que es amo y señor del espectáculo (sólo DJ Lethal se permite interactuar, aunque en silencio, con el público; los otros tres músicos se concentran con éxito en sus instrumentos). Un tipo que establece una relación esquizofrénica y electrizante con su público, alternando “fuck you” con “I love you” y mostrando el dedo corazón para después agradecer la acogida de nuestro país; un frontman que es capaz de convencer a cientos de abanderados –y acérrimos- sobrevivientes del aggrometal de gritar, con absoluta convicción, palabras escritas por el mismísimo George Michael (en la versión de ‘Faith’).

Dueño de la situación y conocedor de los trucos infalibles del manual de la música en vivo, Fred Durst hizo subir al escenario a una fanática (¡que le hizo un koala!) y después a un miembro del publico que se robó el momento: partió oficiando de traductor entre el vocalista y los asistentes (aportando los improperios a la chilena que faltaban, porque la única grosería que el rubio cantante sabía en español era “cabrones”), para luego tomar el micrófono y dar la vida junto a la banda en una sorprendente versión colaborativa e improvisada de ‘Full Nelson’. Otra artimaña infalible tuvo lugar durante ‘Behind Blue Eyes’. El cover de The Who fue interpretado con base pregrabada, logró ser coreado por la mayoría de los presentes, pero casi nadie se dio cuenta de que terminó con un fade out: la atención estaba centrada en Durst, quien lanzaba latas de cerveza a la gente e incluso abrió una, cual Stone Cold, para mojar a los que estaban cerca.

Eso sí, nada de lo recién dicho significa que el resto del grupo esté pintado sobre el escenario. A decir verdad, el único –literalmemente- pintado era el infalible Wes Borland, teñido de negro hasta más arriba del cuello, con el resto de la cabeza (incluido el pelo) totalmente blanco y convertido en uno de los atractivos visuales del show. Sam Rivers, que tiene un bajo con luces rojas, llama mucho menos la atención a primera vista, hasta que se repara en sus posturas y expresiones faciales, que conservan varios de los tics de la época de gloria del nuevo metal; mirarlo a él era como estar de vuelta en 1999. De John Otto, escondido detrás de su batería, poco se vio, pero la descomunal vibración de su pedalera retumbaba con fuerza en el suelo y hablaba por sí sola de un trabajo bien hecho. No se podría decir lo mismo sobre los responsables del sonido -un tanto saturado- del concierto, aunque esa falencia jamás opacó el brillo ni la solidez de Limp Bizkit.

La banda desplegó material suficiente para configurar una hora y 40 minutos de show, matizado con interludios -en los que Lethal pinchó desde ‘Jump Around’ de House of Pain hasta ‘Axel F’ de Harold Faltermeyer, pasando por ‘Seven Nation Army’ de The White Stripes – y en el que “Gold Cobra”, el último disco del quinteto, fue más que nada una excusa para despertar el fanatismo provocado por la victoriosa saga de “Significant Other” y “Chocolate Starfish & The Hot Dog Flavored Water” (2000), dos álbumes que en poco más de dos años inyectaron casi una decena de temas al grandes éxitos de los adolescentes de la década pasada. Números aplastantes, al igual que el cargamento de conocidos hits que Limp Bizkit hizo debutar en Chile: ‘My Way’, ‘Nookie’, ‘Re-Arranged’, ‘My Generation’, ‘Eat You Alive’, ‘Boiler’, ‘Rollin’ (Air Raid Vehicle)’, además de los mencionados singles. Canciones que, por la razón o por la fuerza, tendrán su lugar en la memoria colectiva del rock y que ahora empiezan a disfrutar el culto provisto por una generación que está recién conociendo e incubando la nostalgia.

21.7.11

Mixtape Rompetórax

Era una típica conversación de borrachos, de hecho, tan folclórica que llegamos a uno de los tópicos favoritos de discusión entre amigotes (minas, obvio) con extrema velocidad. Todo muy olvidable, hasta que mi copiloto salió con una brillantez, que es lo único que recuerdo de aquella jornada: la palabra “rompetórax”.

En vez de usar una expresión tan siútica como “femme fatale” (la he escuchado sólo un par de veces en boca de un hombre), o tan ofensiva como “maraca” (miles de millones de veces), mi compañero de ebriedad prefería deformar el concepto de “rompecorazones” (¿alguien lo utiliza en serio todavía?) haciéndolo más explícito y doloroso, igual de violento que una patada de Bruce Lee.

Rompetórax. El neologismo perfecto, la hipérbole precisa para describir esa sensación de malestar amoroso que es tan física como espiritual, que te oprime, te asfixia y que sólo te provoca esa clase de persona que parece tener infinito poder sobre ti. Rompetórax, porque te hace añicos los huesos y hace que te sientas, en términos de Fontanarrosa, como si un ejército de hormigas carnívoras estuviera arrancándote la piel.


Más o menos así

Cuando te rompen el tórax, hasta ahí nomás llegaste. Prepárate para el trauma. Lo más seguro es que te pase al menos una vez. Si ya te tocó, tienes claro que es una prueba de carácter porque uno sabe que está frente a una persona rompetórax apenas la conoce. Si no corres por tu vida, todo el resto se irá cuesta abajo. Chao inteligencia, dignidad y fe en el mundo. Nos vemos a la vuelta del viaje.

Menos mal que hay canciones para acompañarte en la epopeya que es sobrevivir a la masacre emocional y darte la tranquilidad de no ser el único miserable al que le han pasado estas porquerías, mientras estás alienado y sólo eres un triste holograma de ti mismo. ¿Autocompasión? Claro que sí y qué tanto. Es mejor dejar que el patetismo fluya de una buena vez, antes que esconderlo, porque la catarsis ayuda a desahogarse, que lógicamente es el primer paso de la solución.

Este mixtape, un compendio absolutamente personal y autobiográfico (no puede ser de otra forma), tiene 18 de las cientos de canciones que alguna vez he escuchado para revolcarme -morbosamente, por supuesto- en mis dramas por culpa de una rompetórax. Para qué nos vamos a ver la suerte entre gitanos: a todos nos gusta el masoquismo emotivo/musical de vez en cuando. Por algo existen las power ballads.

14.7.11

De por qué iré a Limp Bizkit (y seré feliz)

Me da risa cuando alguien dice que me encuentra indie. Es gracioso porque el indie es como el Seinfeld de los géneros musicales -en realidad, no se trata sobre nada- y porque nadie escucha My Bloody Valentine y Slint desde la cuna, a menos que sus papás sean la gente más cool del mundo. Yo, penquista transplantado a una población en La Florida, no podría decir lo mismo sobre mi madre, acérrima fan de Miguel Bosé y Mecano (no te enojes, Negra, igual lograste que me gustaran).

Antes de entrar al liceo, donde caí rendido ante el descubrimiento de maravillas como Sonic Youth, Pavement, Stereolab y Jeff Buckley, me compré “Follow The Leader” de Korn. Ver el video de ‘Got The Life’ en el Canal 2 bastó para convencerme. Eso fue en séptimo básico, en 1998. Al año siguiente, Limp Bizkit apareció en mi vida mediante una nota en la Zona de Contacto y ese hit llamado ‘Nookie’ que sonaba una y otra vez. Una y otra vez.

Llegó así la época dorada del aggrometal, la música que necesitábamos escuchar los adolescentes enrabiados que nacimos muy tarde para el grunge, los mismos que después seríamos demasiado cínicos para tomar en serio el emo. He ahí el punto clave de toda esa época, para mí y para la gente que la vivió como yo: la pureza de carácter, la falta absoluta de conciencia sobre nosotros mismos que exhibíamos todos los que éramos hasta capaces de sufrir escuchando ‘No Sex’, (aunque fuésemos vírgenes).

Gracias a Limp Bizkit, entre otros grupos, tuve la oportunidad de conocerme a mí mismo, de abstraerme por primera vez de mis gustos y apreciar las contradicciones de mi propio pudor en desarrollo. El póster que adornaba la puerta de mi pieza era la portada de “Significant Other” (500 pesos en la feria artesanal del 14 de Vicuña) y creo que no saco nada con negar que, de haber tenido más plata, quizá me hubiese conseguido unos lentes de contacto como los de Wes Borland. Filo con verme ridículo usándolos detrás de mis gruesos anteojos. Eso sí, nunca realicé la compra intermedia: la infame gorra roja de los New York Yankees. Si bien creo nunca haber sentido el impulso de conseguirla, sospecho que de alguna manera –sólo explicable mediante alguna retorcida teoría psiquiátrica que hasta ahora desconozco- igual quería una.

Incluso tuve mis primeros arranques de esnobismo, una enfermedad contra la que casi todo amante obsesivo de la música debe luchar –y vencer- alguna vez, a propósito del grupo. Me era imposible respetar por igual a los que sólo conocían los singles radiales de la banda tanto como a los que mostraban más curiosidad, los que descubrimos en el tardío hallazgo de “Three Dollar Bill, Yall$” un pasadizo hacia Snot, Helmet y Hed PE; los que fantaseábamos con ir al Family Values Tour cuando veíamos ocasionalmente algún concierto de Rey Chocolate o Rama; los que eran más como yo. Finalmente, sincerándome, de eso se trataba.

Pero, en la época de “Chocolate Starfish and the Hog-Dog Flavored Water”, me empezó a caer mal Fred Durst. Imposible que un rubio taquillero, figurón, millonario y habitué de la Mansión Playboy pudiera hacerme sentir identificado mientras yo iba radicalizando mi forma de ver el mundo. Incluso me parecía estar obligado a odiarlo, aunque nunca lo hice, ni renegué de su importancia en mi historia. Lo que sí pasó fue que dejé de querer al grupo. “No eres tú, soy yo”, le dice el pateador al pateado. Fue algo parecido. Y además muy puntual, porque no extrapolé esa reacción al resto del aggrometal, Korn y Deftones jamás dejaron de gustarme, me alegré mucho cuando Rékiem alcanzó el número 1 en MTV y los comentarios que degradaban al género siempre me parecieron poco sensatos.

Así pasaron varios años. También pasaron la música y la vida, que me llevaron a experimentar uno de los peores momentos para cualquier ratón de discoteca: esa gran ruptura amorosa que ensucia todas y cada una de las canciones que te gustan. Prohibido escuchar Leonard Cohen, Silvio Rodríguez o Magnetic Fields. Si hasta La Casa Azul me daba pena. Y de pronto, igual que los ateos que ante el infortunio se ponen a rezar, Limp Bizkit estaba de vuelta en mis parlantes con el álbum que supuestamente había matado la magia. ‘Boiler’ ahora sí que tenía sentido y razón. Si a mí me faltaba el coraje para gritarle “¿cómo pudiste hacer algo así? / espero que sepas que nunca volveré” a la culpable de todo, al menos había quien lo hiciera por mí.

“Recuérdame que alguna vez fui libre, alguna vez fui cool, alguna vez fui yo”, dice la letra de ‘A Reminder’, mi lado B favorito de Radiohead. Yo creo que la muerte empieza cuando uno se olvida de eso y que en los discos está el secreto para conservar el brío. La primera vez que entrevisté a Gepe, me dijo que para él había música que era como amar a la mamá. Aunque pelees con ella, no puedes resistirte cuando cocina algo rico y te llama a la mesa, tienes que ir. Es exactamente lo que representa Limp Bikizt para mí: una conexión con la más tierna y desprejuiciada adolescencia. Un asunto personal.

7.7.11

Tunacola - Tunacola

La pista de baile es el hábitat natural de Tunacola, trío para el que la cultura pop es una fuente de infinita sabiduría. Así lo ilustra en su debut homónimo la canción ‘Miami Vice’, en que los santiaguinos samplean ‘The Rhythm of the Night’ de Corona, comparan a Ricardo Montalbán con Dr. Dre, citan a Kool and the Gang y fantasean con tomar Kem Piña sobre el auto de la serie ochentera que titula el corte. Y todo cantado en el lenguaje oficial del pastiche, el spanglish, que les permite –entre otras libertades idiomáticas- autodenominarse “tres motherfuckers encendiendo tu nightlife”.

Derivativo sin lugar a dudas, el trabajo de Tunacola amalgama la filosofía de los ocho bits (en el disco hay agradecimientos a las viejas consolas de Sega y Nintendo) con la chispa del pop electrónico que descargan nombres tan disímiles entre sí como Datarock y Black Eyed Peas. El artífice de esta amalgama de referencias es el fundador, líder y miembro menos conocido del empalme: Ric, quien -a la usanza ramonera- usa Tunacola como apellido. Un personaje con estudios formales de composición, cuyo pasado incluye estancias en proyectos de punk, fusión latinoamericana, electrónica, improvisación y música de cámara.


Aquel voraz sincretismo se alimenta con la dulzura de Paz Court (Jazzimodo) en la voz y el taquillero DJ Caso en las tornamesas, quienes completan la formación y le dan ribetes de superbanda a este trío, nacido en 2009 y fogueado en decenas de festivas tocatas que han afinado su sentido del entretenimiento, de lo que divierte. Gracias a esa noción, Tunacola no cansan con el frenetismo de sus beats porque disponen momentos para refrescar el ambiente, como cuando usan glitch para jugar a ser Björk en ‘Lotaedra’ o se animan a inyectar folclor andino en ‘Polaroid Flashbacks’, junto a Tea Time. La canción que cierra el disco se llama ‘Bailar es pensar con el cuerpo’. Si la idea es cierta, este grupo tiene el coeficiente intelectual de un superdotado.