Fotos por Daniela León
Publicado en Extravaganza! abril de 2009
El tiempo corre de otra forma para Camila Moreno. Como si supiera exprimir los segundos, hasta agotar cada milésima. Con apenas 23 años, acumula tantas memorias como una octogenaria y las comparte gustosamente. Es la historia de una coleccionista de anécdotas y andanzas, que ha recorrido el mundo con su guitarra al hombro.
Cuando Camila Moreno despliega su arsenal de historias, demanda el máximo de atención. Su ritmo narrativo es raudo y salta de un momento a otro. Desde su infancia y adolescencia hasta la actualidad, ida y vuelta. Cada una de sus múltiples vivencias parece situada en un sitio geográfico distinto. “Siempre fui nómade, desde pequeña. Crecí en varios lados, porque mis padres eran separados y ambos tenían vidas súper diferentes. Mi mamá era bailarina y mi papá, periodista”, cuenta de entrada.
“Tengo recuerdos muy marcados de mi niñez. Con mi mamá siempre estábamos haciendo coreografías y lo pasábamos muy bien. Pero también había episodios fuertes. Vivimos juntas en Batuco, durante una etapa en que ella no tenía plata, en una casa sin puertas ni ventanas. Era un entorno muy duro”, declara. En ese entonces, su único refugio era la lectura. “Me golpeaba la cabeza con mis cuentos o los tiraba al suelo y saltaba encima, a ver si podía meterme dentro de ellos”, rememora.
En la casa de su padre, el ambiente era más distendido. “Me fui a vivir con él después y su esposa tenía un piano, que estaba en el living y era una presencia potente. Yo era muy chica y, para mí, era como tener un juguete gigante que sonaba”, evoca. “Mi viejo era melómano y coleccionista. Tenía montones de vinilos y cassettes, porque hacía un programa de radio medio clandestino, que pasaba en cintas de mano en mano. Escuchábamos folklore latinoamericano, pero también otras cosas, como Sinead O’Connor”.
A los once años, recibió un regalo que sellaría su destino: La Pancrasia, una guitarra de palo con la que avezó los conocimientos básicos de acordes que su madre le inculcó. Acerca del nombre, no hay mayor explicación. “Simplemente la vi y supe que así se llamaba”, esclarece. El instrumento sería su compañía fiel. “Pasaba horas y horas tocando. Me llevaron a vivir al campo, pero era muy raro. Estaba todo lo lindo de vivir cerca de la naturaleza, en espacios abiertos, pero me matricularon en un colegio católico muy estricto. Era una contradicción”.
Con el arribo de la pubertad y el retorno a la urbe, Camila Moreno encauzaría su incertidumbre adolescente junto a los compañeros del liceo. “En primero medio, me hice hip-hopera. Andaba con pantalones anchos y una actitud matona. Fue un momento algo oscuro, con harto vino en caja y marihuana de Chacarillas. Tenía mucha rabia”, reconoce. Como muchos de sus pares lo hicieron a fines de los noventas, se sumó a la moda para encajar. “Ni siquiera me gustaba el rap. Trataba de que me agradara, pero no podía”, confiesa.
Una vez más, el regazo paterno le ofrecería una sorpresa. Un viaje a Nueva York, en el que pudo seguir cultivando su amor por los periplos y por la música. “Estar en esa ciudad era como tener al mundo entero comprimido en una sola parte. Recuerdo haber visto a unos tipos tocar una cruza de rockabilly con blues y haber pensado ‘qué bacán estar en un escenario’. Me gustaba la posibilidad de pararme en un lugar y que todos me pusieran atención”, explica.
Su peregrinaje a la Gran Manzana la armó de valor para dejar de buscar aprobación y abandonar los ademanes de gangsta. Al volver, dejó a sus antiguas juntas y las cambió por rostros nuevos. “Llegó gente a mi curso a la que le gustaba los Beatles y que tocaba guitarra. Me hice de un muy buen amigo, con el que pasábamos horas callados, mirándonos a los ojos y escuchando a Radiohead. Era un rito muy loco”, admite entre risas. De a poco, un fulgor interno surgiría para embargarla. “Volví a ser feliz. Esa época fue como un boom para mí. Desarrollé mi mundo interno; el resto me daba lo mismo, porque lo que yo sentía era demasiado maravilloso. Me la pasaba traduciendo canciones o yéndome sola a las esquinas del colegio a leer a Jodorowsky, a Cortázar, a Tellier. Era increíble”.
Hasta ese entonces, Camila Moreno se había dedicado a bandas amateur de colegio y al encierro en su pieza, junto a su guitarra. El primer atisbo de su carrera actual vendría a los 17 años. “Mi mamá me contó que estaba embarazada. Me emocioné tanto, que me sentí obligada a hacer algo al respecto, así que dije ‘voy a escribir una canción’. Fue como tener la mejor idea del mundo, porque una de las cosas que me aburría era pasármela tocando temas de otros. No entendía cómo no se me había ocurrido antes”, recuerda. En el fondo, el motivo de esta demora eran sus ideas preconcebidas. “Tenía una visión de los músicos muy de escuela, de formación académica. Incluso componía con recelo. Imaginaba que, por no haber entrado a un conservatorio a los ocho años, ya estaba frita”, reconoce.
Con el fin de cuarto medio, vendría la siguiente travesía de la novel compositora. Esta vez con rumbo a Europa, junto a su padre y la esposa de éste. “Nos fuimos sin grandes lujos, compartiendo una beca que le dieron a él y otra que se ganó su mujer”, explica. Pese a que viajó con su querida Pancrasia y Floridor, su acordeón, apenas llegó a Londres tomó clases de danza contemporánea. Eso sí, nunca abandonó sus instrumentos. “Tocaba, al menos, una hora diaria, además de cantar y bailar. Era la vida perfecta, iba a todos lados en bicicleta, con Lhasa de Sela en los audífonos”.
La capital británica fue sólo la primera ciudad en recibirla. Luego, extendería su itinerario por su propia cuenta. En cada rincón del Viejo Continente aparecieron personajes que despertaron su espíritu musical. “Allá tuve un pololo que me enseñó teoría y composición, y que me ayudó a derribar varios mitos que yo misma me había impuesto. Con él, conocí todo ese lado más técnico que pensaba que no me iba gustar, pero que terminó encantándome. Hasta hicimos canciones juntos. Me incitaba a cantar y a creerme el cuento”, asegura.
En Francia trabajó como temporera, aunque eso no fue impedimento para seguir creando. “Nos dieron una semana de vacaciones, mientras maduraban las uvas, y justó me tocó una fiesta donde una cultura extranjera llegaba a tomarse el pueblo. Ese año era el turno de los rusos. Ahí me encontré con un grupo del país, entre folklórico y electrónico, entre los que había una señora coja que cantaba fumando. Su voz era muy aguda y ella me enseñó algunas técnicas. Hasta me invitaron a grabar un disco, pero no me sentía lista”, relata. Lo que sí hizo fue musicalizar los poemas de un hippie británico con el que entabló amistad. “Tengo guardado eso, nadie lo ha escuchado”, revela con diablura.
De vuelta en nuestro país, Moreno continuó con la danza, ahora a nivel universitario. Sin embargo, a poco andar se llenó de dudas, inseguridades y titubeos. “Fue infernal, no sabía qué hacer. Había pasado el mejor año de mi vida en Europa y no quería estar acá, quería volver. Muchas veces pensé en irme”, señala. Los cuestionamientos que la torturaban iban más allá de su paradero. “Me parecía que el arte era una mierda egoísta, que todo lo que hacía era por mi propia satisfacción. Empecé a sentirme mal, decepcionada de todo. Estaba en clases, bailando, pero me daban ganas de tocar guitarra”. Aquél fue el punto de inflexión en el que decidió abandonar los estudios. Una cantautora había brotado desde lo más insondable de su ser.
El brío ya estaba desatado y sólo faltaba encaminarlo. El paso número uno sería integrarse a grupos. “Con unos amigos armamos Delavandas Peña, que luego se llamarían Te Tecla La Pesa. Aunque no duró mucho, alcanzamos a tocar una vez en La Trifulka. Después de eso, ingresé a Cuchara como acordeonista y cantante, en un rol de intérprete más que de compositora. Fue mi primer proyecto en serio”, afirma. De aquella experiencia, atesora haber aprendido a pararse en un escenario y, además, la grabación del álbum No Pincha Ni Corta, editado en 2008. El mismo año en que se disolvieron.
Totalmente distinto, en cuanto a esquema y estilo, es Caramelitus. Un dúo electrónico de improvisado nacimiento, en el que comparte créditos con Tomás Preuss. “Él me pasa las bases armadas y yo les pongo letra. Tenemos un rollo súper lúdico entre nosotros. Nuestro proceso creativo es muy aletargado y relajado”, describe. Aunque el trabajo entre ambos fluía con soltura, su ruta no estaría exenta de tropiezos. “Nos metimos a un netlabel llamado Pandakill, donde nos prometieron hartas cosas, pero no cumplieron nada. Quedamos esperando plata que nunca llegó. Al final, terminamos saliéndonos de ahí”, dice con algo de resignación.
Ni los sinsabores de la industria pudieron contra Caramelitus. Con la calma que los caracteriza, han ido armando un disco que está casi listo y que espera ver la luz durante este año. Proyecciones menos profesionales tiene el grupo de folklore tradicional Las Polleritas, en el que Camila se da mayores licencias. “Es una banda con otro carácter. Tocamos en la calle, que es mi escenario favorito, y en eventos de barrio. Nos juntamos una vez a la semana, sólo por el gusto de vernos”, cuenta entusiasmada.
Antes de partir a mochilear a Bolivia, decidió apostar por sus canciones como solista e ir a Radio Uno, a probar suerte con Marcelo Aldunate. “Le toqué cuatro temas con mi guitarra y él se embaló. Ese mismo día las registramos en el estudio. Poco después, me llamó y empezamos a trabajar juntos. He grabado todo mi disco en su casa, con él como productor. Tuve buena estrella”, reconoce. A su regreso, ‘Antes Que’ estaba rotando en la emisora. Toda una sorpresa para alguien que no tenía MySpace y que jamás había dado un concierto en solitario. Pero no pasaría mucho sin que debutara en un escenario, en compañía de Princesa, su guitarra para tocar en vivo. “Mi primer recital fue junto a Chinoy, en una casa de calle Brehmen. Así como Manuel García lo apadrinó, él hizo lo mismo conmigo”, explica.
La exposición radial la haría conciente de que su música ya no le pertenecía por completo. “Un día, iba subiendo las escaleras del metro El Llano y me escuché. El sonido venía desde un puesto de calzones y calcetines de una viejita. Me acerqué a decirle ‘a que no sabe quién está cantando’. Ella me respondió ‘¡no me diga que es usted!’ Fue tan emotivo que terminamos llorando abrazadas”, narra con añoranza. “Fui testigo del cumplimiento del ciclo, de cómo algo sale desde mí y llega hasta una completa desconocida. Ahí me di cuenta de que tenía que hacerme cargo de eso. No tengo más opción que entregarme. Es mi misión y debo cumplirla de la mejor forma posible”.
El inminente álbum debut de Camila Moreno, con fecha para mayo, se titulará Almismotiempo. “El nombre tiene que ver con una profunda y larga reflexión sobre todas las cosas que ocurrían en mi adolescencia. Un rollo medio filosófico, de pensar en que nosotros estamos conversando aquí, a la vez que en otro lado están sucediendo cosas increíbles. Puede haber un cometa chocando con un planeta, gente traicionándose o alguien muriendo. Todo en este preciso instante”, se explaya con vehemencia. “Y también hay cosas internas. Mientras saco este disco, estoy estudiando, tratando de armar un proyecto de danza, otro de teatro y, en un par de días más, tengo que cuidar a mi hermana chica”.
La etiqueta de folk, con la que han tildado a las canciones de su MySpace, la ha perseguido incansablemente. Pero ella no se complica. “En Almismotiempo está la raíz tradicional, pero también aludo directamente a lo electrónico, a lo atmósferico. Habrá un cuarteto de saxofones y temas con batería. Tiene mucho compromiso: mi vida entera está ahí”, adelanta con brillo en los ojos y evidente fervor. “La gracia está en que se noten tus influencias, pero sin repetir fórmulas. Si no te has descubierto musicalmente, lo único que harás será reiterar lo que ya existe. Es como en la medicina: no puedes sanar si no te has sanado antes”, afirma. Camila Moreno habla con seguridad y sin una pizca de arrogancia. “He trabajado arduamente en mi propio mundo, en la fusión de las artes. Tienes que ser coherente. Eres integral o no eres nada”, sentencia.
Cuando Camila Moreno despliega su arsenal de historias, demanda el máximo de atención. Su ritmo narrativo es raudo y salta de un momento a otro. Desde su infancia y adolescencia hasta la actualidad, ida y vuelta. Cada una de sus múltiples vivencias parece situada en un sitio geográfico distinto. “Siempre fui nómade, desde pequeña. Crecí en varios lados, porque mis padres eran separados y ambos tenían vidas súper diferentes. Mi mamá era bailarina y mi papá, periodista”, cuenta de entrada.
“Tengo recuerdos muy marcados de mi niñez. Con mi mamá siempre estábamos haciendo coreografías y lo pasábamos muy bien. Pero también había episodios fuertes. Vivimos juntas en Batuco, durante una etapa en que ella no tenía plata, en una casa sin puertas ni ventanas. Era un entorno muy duro”, declara. En ese entonces, su único refugio era la lectura. “Me golpeaba la cabeza con mis cuentos o los tiraba al suelo y saltaba encima, a ver si podía meterme dentro de ellos”, rememora.
En la casa de su padre, el ambiente era más distendido. “Me fui a vivir con él después y su esposa tenía un piano, que estaba en el living y era una presencia potente. Yo era muy chica y, para mí, era como tener un juguete gigante que sonaba”, evoca. “Mi viejo era melómano y coleccionista. Tenía montones de vinilos y cassettes, porque hacía un programa de radio medio clandestino, que pasaba en cintas de mano en mano. Escuchábamos folklore latinoamericano, pero también otras cosas, como Sinead O’Connor”.
A los once años, recibió un regalo que sellaría su destino: La Pancrasia, una guitarra de palo con la que avezó los conocimientos básicos de acordes que su madre le inculcó. Acerca del nombre, no hay mayor explicación. “Simplemente la vi y supe que así se llamaba”, esclarece. El instrumento sería su compañía fiel. “Pasaba horas y horas tocando. Me llevaron a vivir al campo, pero era muy raro. Estaba todo lo lindo de vivir cerca de la naturaleza, en espacios abiertos, pero me matricularon en un colegio católico muy estricto. Era una contradicción”.
Con el arribo de la pubertad y el retorno a la urbe, Camila Moreno encauzaría su incertidumbre adolescente junto a los compañeros del liceo. “En primero medio, me hice hip-hopera. Andaba con pantalones anchos y una actitud matona. Fue un momento algo oscuro, con harto vino en caja y marihuana de Chacarillas. Tenía mucha rabia”, reconoce. Como muchos de sus pares lo hicieron a fines de los noventas, se sumó a la moda para encajar. “Ni siquiera me gustaba el rap. Trataba de que me agradara, pero no podía”, confiesa.
Una vez más, el regazo paterno le ofrecería una sorpresa. Un viaje a Nueva York, en el que pudo seguir cultivando su amor por los periplos y por la música. “Estar en esa ciudad era como tener al mundo entero comprimido en una sola parte. Recuerdo haber visto a unos tipos tocar una cruza de rockabilly con blues y haber pensado ‘qué bacán estar en un escenario’. Me gustaba la posibilidad de pararme en un lugar y que todos me pusieran atención”, explica.
Su peregrinaje a la Gran Manzana la armó de valor para dejar de buscar aprobación y abandonar los ademanes de gangsta. Al volver, dejó a sus antiguas juntas y las cambió por rostros nuevos. “Llegó gente a mi curso a la que le gustaba los Beatles y que tocaba guitarra. Me hice de un muy buen amigo, con el que pasábamos horas callados, mirándonos a los ojos y escuchando a Radiohead. Era un rito muy loco”, admite entre risas. De a poco, un fulgor interno surgiría para embargarla. “Volví a ser feliz. Esa época fue como un boom para mí. Desarrollé mi mundo interno; el resto me daba lo mismo, porque lo que yo sentía era demasiado maravilloso. Me la pasaba traduciendo canciones o yéndome sola a las esquinas del colegio a leer a Jodorowsky, a Cortázar, a Tellier. Era increíble”.
Hasta ese entonces, Camila Moreno se había dedicado a bandas amateur de colegio y al encierro en su pieza, junto a su guitarra. El primer atisbo de su carrera actual vendría a los 17 años. “Mi mamá me contó que estaba embarazada. Me emocioné tanto, que me sentí obligada a hacer algo al respecto, así que dije ‘voy a escribir una canción’. Fue como tener la mejor idea del mundo, porque una de las cosas que me aburría era pasármela tocando temas de otros. No entendía cómo no se me había ocurrido antes”, recuerda. En el fondo, el motivo de esta demora eran sus ideas preconcebidas. “Tenía una visión de los músicos muy de escuela, de formación académica. Incluso componía con recelo. Imaginaba que, por no haber entrado a un conservatorio a los ocho años, ya estaba frita”, reconoce.
Con el fin de cuarto medio, vendría la siguiente travesía de la novel compositora. Esta vez con rumbo a Europa, junto a su padre y la esposa de éste. “Nos fuimos sin grandes lujos, compartiendo una beca que le dieron a él y otra que se ganó su mujer”, explica. Pese a que viajó con su querida Pancrasia y Floridor, su acordeón, apenas llegó a Londres tomó clases de danza contemporánea. Eso sí, nunca abandonó sus instrumentos. “Tocaba, al menos, una hora diaria, además de cantar y bailar. Era la vida perfecta, iba a todos lados en bicicleta, con Lhasa de Sela en los audífonos”.
La capital británica fue sólo la primera ciudad en recibirla. Luego, extendería su itinerario por su propia cuenta. En cada rincón del Viejo Continente aparecieron personajes que despertaron su espíritu musical. “Allá tuve un pololo que me enseñó teoría y composición, y que me ayudó a derribar varios mitos que yo misma me había impuesto. Con él, conocí todo ese lado más técnico que pensaba que no me iba gustar, pero que terminó encantándome. Hasta hicimos canciones juntos. Me incitaba a cantar y a creerme el cuento”, asegura.
En Francia trabajó como temporera, aunque eso no fue impedimento para seguir creando. “Nos dieron una semana de vacaciones, mientras maduraban las uvas, y justó me tocó una fiesta donde una cultura extranjera llegaba a tomarse el pueblo. Ese año era el turno de los rusos. Ahí me encontré con un grupo del país, entre folklórico y electrónico, entre los que había una señora coja que cantaba fumando. Su voz era muy aguda y ella me enseñó algunas técnicas. Hasta me invitaron a grabar un disco, pero no me sentía lista”, relata. Lo que sí hizo fue musicalizar los poemas de un hippie británico con el que entabló amistad. “Tengo guardado eso, nadie lo ha escuchado”, revela con diablura.
De vuelta en nuestro país, Moreno continuó con la danza, ahora a nivel universitario. Sin embargo, a poco andar se llenó de dudas, inseguridades y titubeos. “Fue infernal, no sabía qué hacer. Había pasado el mejor año de mi vida en Europa y no quería estar acá, quería volver. Muchas veces pensé en irme”, señala. Los cuestionamientos que la torturaban iban más allá de su paradero. “Me parecía que el arte era una mierda egoísta, que todo lo que hacía era por mi propia satisfacción. Empecé a sentirme mal, decepcionada de todo. Estaba en clases, bailando, pero me daban ganas de tocar guitarra”. Aquél fue el punto de inflexión en el que decidió abandonar los estudios. Una cantautora había brotado desde lo más insondable de su ser.
El brío ya estaba desatado y sólo faltaba encaminarlo. El paso número uno sería integrarse a grupos. “Con unos amigos armamos Delavandas Peña, que luego se llamarían Te Tecla La Pesa. Aunque no duró mucho, alcanzamos a tocar una vez en La Trifulka. Después de eso, ingresé a Cuchara como acordeonista y cantante, en un rol de intérprete más que de compositora. Fue mi primer proyecto en serio”, afirma. De aquella experiencia, atesora haber aprendido a pararse en un escenario y, además, la grabación del álbum No Pincha Ni Corta, editado en 2008. El mismo año en que se disolvieron.
Totalmente distinto, en cuanto a esquema y estilo, es Caramelitus. Un dúo electrónico de improvisado nacimiento, en el que comparte créditos con Tomás Preuss. “Él me pasa las bases armadas y yo les pongo letra. Tenemos un rollo súper lúdico entre nosotros. Nuestro proceso creativo es muy aletargado y relajado”, describe. Aunque el trabajo entre ambos fluía con soltura, su ruta no estaría exenta de tropiezos. “Nos metimos a un netlabel llamado Pandakill, donde nos prometieron hartas cosas, pero no cumplieron nada. Quedamos esperando plata que nunca llegó. Al final, terminamos saliéndonos de ahí”, dice con algo de resignación.
Ni los sinsabores de la industria pudieron contra Caramelitus. Con la calma que los caracteriza, han ido armando un disco que está casi listo y que espera ver la luz durante este año. Proyecciones menos profesionales tiene el grupo de folklore tradicional Las Polleritas, en el que Camila se da mayores licencias. “Es una banda con otro carácter. Tocamos en la calle, que es mi escenario favorito, y en eventos de barrio. Nos juntamos una vez a la semana, sólo por el gusto de vernos”, cuenta entusiasmada.
Antes de partir a mochilear a Bolivia, decidió apostar por sus canciones como solista e ir a Radio Uno, a probar suerte con Marcelo Aldunate. “Le toqué cuatro temas con mi guitarra y él se embaló. Ese mismo día las registramos en el estudio. Poco después, me llamó y empezamos a trabajar juntos. He grabado todo mi disco en su casa, con él como productor. Tuve buena estrella”, reconoce. A su regreso, ‘Antes Que’ estaba rotando en la emisora. Toda una sorpresa para alguien que no tenía MySpace y que jamás había dado un concierto en solitario. Pero no pasaría mucho sin que debutara en un escenario, en compañía de Princesa, su guitarra para tocar en vivo. “Mi primer recital fue junto a Chinoy, en una casa de calle Brehmen. Así como Manuel García lo apadrinó, él hizo lo mismo conmigo”, explica.
La exposición radial la haría conciente de que su música ya no le pertenecía por completo. “Un día, iba subiendo las escaleras del metro El Llano y me escuché. El sonido venía desde un puesto de calzones y calcetines de una viejita. Me acerqué a decirle ‘a que no sabe quién está cantando’. Ella me respondió ‘¡no me diga que es usted!’ Fue tan emotivo que terminamos llorando abrazadas”, narra con añoranza. “Fui testigo del cumplimiento del ciclo, de cómo algo sale desde mí y llega hasta una completa desconocida. Ahí me di cuenta de que tenía que hacerme cargo de eso. No tengo más opción que entregarme. Es mi misión y debo cumplirla de la mejor forma posible”.
El inminente álbum debut de Camila Moreno, con fecha para mayo, se titulará Almismotiempo. “El nombre tiene que ver con una profunda y larga reflexión sobre todas las cosas que ocurrían en mi adolescencia. Un rollo medio filosófico, de pensar en que nosotros estamos conversando aquí, a la vez que en otro lado están sucediendo cosas increíbles. Puede haber un cometa chocando con un planeta, gente traicionándose o alguien muriendo. Todo en este preciso instante”, se explaya con vehemencia. “Y también hay cosas internas. Mientras saco este disco, estoy estudiando, tratando de armar un proyecto de danza, otro de teatro y, en un par de días más, tengo que cuidar a mi hermana chica”.
La etiqueta de folk, con la que han tildado a las canciones de su MySpace, la ha perseguido incansablemente. Pero ella no se complica. “En Almismotiempo está la raíz tradicional, pero también aludo directamente a lo electrónico, a lo atmósferico. Habrá un cuarteto de saxofones y temas con batería. Tiene mucho compromiso: mi vida entera está ahí”, adelanta con brillo en los ojos y evidente fervor. “La gracia está en que se noten tus influencias, pero sin repetir fórmulas. Si no te has descubierto musicalmente, lo único que harás será reiterar lo que ya existe. Es como en la medicina: no puedes sanar si no te has sanado antes”, afirma. Camila Moreno habla con seguridad y sin una pizca de arrogancia. “He trabajado arduamente en mi propio mundo, en la fusión de las artes. Tienes que ser coherente. Eres integral o no eres nada”, sentencia.
Publicado en Extravaganza! abril de 2009
Ay Panda, llega esta altura de la vida que uno empieza a pensar "ohh y tiene mi edad", pero no es bueno compararse, dicen.
ResponderBorrarBuena entrevista lolo.
súbete el disco po, a lo más ético en tu pega
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