27.4.11

The Dodos - No Color

Los discos que provocan interrogantes ayudan a sacar conclusiones valiosas o, al menos, dilucidar el sentir frente a un problema. El último álbum de The Dodos, “No Color”, es un buen punto de partida para pensar en cómo una obra puede ser considerada al mismo tiempo un regreso al camino virtuoso, una falta de atrevimiento o, de plano, un auto plagio. Cada una de esas ideas encuentra un poco de razón en el cuarto álbum de este dúo, que en su anterior trabajo (“Time to die” de 2009) sumó un integrante multiinstrumentista a su esquema de guitarra acústica y batería, sólo para terminar desaprovechando la atención concitada por su placa de 2008, “Visiter”.

Si bien la producción del álbum recae nuevamente en John Askew, su fiel asesor -de quien prescindieron sólo en la manzana de la discordia de su catálogo-, esta vez la tosquedad se quedó en la banca para ser reemplazada por otro tipo de tratamiento, que tampoco es fino en los detalles, pero sí supera en recursos al ejemplo a seguir. En “No Color”, las filas de The Dodos sólo se abren para recibir a Neko Case (The New Pornographers) como invitada, aportando su voz en la mayoría de las canciones del disco y dándole matices nuevos a la música del tándem californiano, además de un buen dato de trivia para contar.

Las preguntas abundan al poco andar. ¿Será que The Dodos perdió el curso en su anterior álbum y ahora lo recobró? ¿O estamos ante un par de tipos autocomplacientes que sólo quieren ser aplaudidos de nuevo? ¿Se pierde credibilidad con una maniobra como ésta? Es difícil responder, porque las nueve canciones de “No Color” seducen hasta convencer de que el grupo está eximido de toda culpa y le dan un giro al cuestionamiento. ¿Qué tiene de malo copiar una fórmula cuando es propia? ¿No será más bien que la pérdida de fe en un grupo tan joven es sintomática de esta era exitista? Tal vez el dúo sólo quiere completar lo que empezó, en la búsqueda de una impronta lo más distintiva posible, en vez de arriesgarse y terminar sonando genéricos (como en “Time to die”). Pero, aunque sea sin dejar de mirarse el ombligo, resulta irónico que la banda deba copiar para ser original.

Dado que la apreciación de un disco está supeditada al caprichoso devaneo del gusto personal, “Visiter” es un parámetro lícito para evaluar a este “No Color”: si te conquistó el primero, no tendría que haber problemas en que el segundo también lo consiga. De nuevo, no es que sean totalmente iguales, pero hay una identidad compartida y un evidente continuismo entre ambos. Cualquiera podría aferrarse a las diferentes posturas que este álbum ha provocado y defenderla con argumentos suficientes para convertirla en una indiscutible verdad personal. Finalmente, nada es absoluto si se trata de gustos musicales y menos cuando se usa de espejo una obra tan entrañable.

Inspirados en sí mismos, The Dodos cosechan uno de los frutos más sabrosos de la estación, un álbum lleno de esa magia rústica que sólo produce la unión del vocalista y guitarrista Meric Long con el batero Logan Kroeber. Folk de veta acústica ejecutado por dos fanáticos del heavy metal que todavía no se cansan de castigar sus instrumentos (‘Good’, ‘Black Night’), aunque también saben contenerse para enriquecer el dramatismo (‘Don’t stop’, ‘Companions’). Ampliar la paleta estilística en su anterior elepé sirvió para que el dúo mostrara su versatilidad, pero en “No Color” la máxima de que menos es más adquiere auténtica validez en terreno: es mejor dejar las canciones en carne viva y sangrante que bajo una piel tersa que no les pertenece.

20.4.11

Caravana - Caravana

El debut homónimo de Caravana tiene todo lo necesario para ser especial. Es el regreso luego de tres años del cantante y guitarrista Rodrigo Santis (líder del grupo Congelador), y también la oportunidad de escuchar una banda formada por la flor y nata del circuito independiente. Durante varios pasajes, Gepe actúa como baterista y comparte créditos en coros con Fernando Milagros, mientras Pedropiedra toca el bajo. Además, están Felicia Morales en cello y Gretchen Schadebrodt en piano, cuyas menciones arrojan claros indicios sobre la identidad del disco.

En Caravana, Santis se olvida del ruido eléctrico del post-rock de Congelador, para adentrarse donde han nacido todas sus composiciones: la guitarra de palo. Aquel volcamiento es otra de las características que hacen interesante la ópera prima de este proyecto semi-solista, que también es el tercer álbum del músico fuera de su alma máter (firmó con su nombre de pila “Campos de hielo” en 1999 y sacó otro elepé bajo el seudónimo Paranormal en 2001).

Datos duros aparte, “Caravana” es un disco trascendente por derecho propio, porque sus canciones dialogan con la emoción y apelan a lo más primitivo de la sensibilidad. Y si bien Santis se desenchufa en esta placa, su afán por construir murallas de sonido permanece, sólo que ahora se manifiesta a través de instrumentos acústicos. Donde sí hay un cambio sustancial es en el lenguaje de las nuevas letras del cantautor (quien antes podía ser críptico con tal de mantener la musicalidad de las palabras), como evidencia la hermosa ‘Cada vez’, que habla de modo candoroso, casi básico, sobre compartir álbumes y libros (“cada vez que regalo un disco, te cuento un montón de cosas más”).

Si es por buscar un referente para establecer comparaciones, el estadounidense Iron and Wine parece el nombre indicado, aunque lo más justo sería situar el debut de Caravana en el mismo estante que ocupan las recientes placas de J Mascis (otro solista escindido de una banda histórica, Dinosaur Jr.), su colaborador Kurt Vile y The Dodos (también amantes de las percusiones prehistóricas). De la mano del regreso más inspirado en lo que va del año, la temporada de lanzamientos otoño-invierno ya tiene su obra chilena insigne.

6.4.11

BSO: Trainspotting


Pese a que la heroína tiene bajísimos índices de consumo en Chile y a que Escocia está muy lejos (cultural y geográficamente), empatizar con el drama humano de los protagonistas de “Trainspotting” es más fácil de lo que parece. Después de todo, tenemos el mismo e incombustible drama humano a la vuelta de la esquina, en poblaciones cuya juventud sucumbe ante la pasta o la cada vez más popular coca. Para muchos de nosotros, esta película de 1996 fue el primer vistazo a la decadencia que conlleva la adicción a una droga dura y, por tanto, un hito que nunca olvidaremos. Pero, ¿qué sería de esta cinta sin su banda sonora?

Si la secuencia inicial careciera de ‘Lust For Life’ de Iggy Pop, la escena de la sobredosis no contara con ‘Perfect Day’ de Lou Reed o ‘Dark & Long’ de Underworld no sonara durante la crisis de abstinencia de Renton, lo más seguro es que aún estaríamos ante un excelente filme, pero uno con menos magia. Sin la música, lo que queda es la mezcla de personajes carismáticos, diálogos brillantes y peripecias extremas de una obra que tal vez seguiría gozando de reconocimiento, aunque en otro tipo de categoría, menos masiva y más de culto (¿a cuántas películas británicas consideramos generacionales?)

La función de los 29 cortes (27, en rigor, porque dos se repiten en clave remix) que aparecen en los dos discos de “Trainspotting” es absolutamente vital -en el sentido más estricto de la palabra- para el aura de la película. No es música de acompañamiento, ni una excusa para vender CDs (aunque vaya qué buen negocio fue lanzar el álbum verde tras el éxito del naranjo), ni una artimaña para levantar una moda de la nada; sino el pulso y el molde de toda la personalidad del largometraje dirigido por Danny Boyle, de los personajes y las hiperbólicas situaciones que enfrentan.

Son las canciones las que convirtieron en ícono de la cultura pop a “Trainspotting”, obra deudora de la estética del videoclip y musicalizada -por ende- con meticuloso esmero. No podía ser de otra forma, dado que el escritor Irvine Welsh inyectó numerosas referencias a solistas, bandas y singles en las líneas del libro en que se basó el filme, donde hay más de lo que aparece en los dos volúmenes de la banda sonora del largometraje. Por ejemplo ‘There’s a light that never goes out’ de The Smiths (que titula uno de los capítulos), ‘Take my breath away’ de Berlin (el tema de “Top Gun”, mencionado como una de los favoritos del sociópata Begbie), o ‘Daddy Cool’ de Boney M.

No se trata de enemistar dos elementos creados para convivir. Finalmente, cada subdivisión de la novela (la película basada en ella y el disco basado en la película) aporta su condimento propio a la franquicia. Pero, aunque el todo sea más que la suma de sus partes, ¿caben dudas sobre cuál parte sobrevive mejor por sí misma? La columna vertebral del soundtrack de “Trainspotting” es la mezcla de artistas clásicos (Lou Reed, David Bowie, Iggy Pop, Brian Eno, New Order, Joy Division) con otros de fama comprobada en plena eclosión britpop (Blur, Damon Albarn, Pulp, Primal Scream). Nombres que configuran, por derecho propio, una recopilación de alto vuelo.

Por supuesto que, después de ver la película, el encanto de su música crece de manera exponencial, como ocurre con la segunda suite de la ópera “Carmen” de Georges Bizet y ‘Deep Blue Day’ de Brian Eno (ambas usadas en la escatológica y brillante escena del peor baño de Escocia) o con ‘Atomic’ de Sleeper, cover de Blondie que suena en la discoteca donde Renton conoce a Diane. A estas alturas, disociar por completo ambos elementos es un sinsentido si la idea es hacerlos antagonizar, pero constituye el ejercicio que mejor atestigua el irrefutable poderío de esta excepcional selección de canciones, la mejor banda sonora de los últimos 15 años.

4.4.11

Lollapalooza Día 2 (3 de abril)

El segundo día del sueño americano llamado Lollapalooza partió con buenas nuevas: todos los grupos chilenos que se presentaron desde el mediodía (especialmente Javiera Mena, The Ganjas y Cómo Asesinar a Felipes) salieron airosos de sus shows y el volumen del audio estaba mejor y más fuerte que en la jornada anterior. Ahora sí se podía apreciar un concierto desde la lejanía del pasto del Parque O’Higgins, tal como lo hicieron las personas que prefirieron sentarse a escuchar a Todos Tus Muertos y su mensaje de conciencia social y reggae con actitud punk que cumplió su rol de ahuyentar al calor que arreciaba a la hora de almuerzo. ¿Se echó de menos a Fidel Nadal? Claro que sí, pero tampoco alcanzaba a quitar esa sensación noventera (en el mejor sentido de la palabra) que inundaba el aire.

Sin cabida a las especulaciones, a eso de las 2:40 y bajo el tormentoso sol que reinaba sobre la última jornada del festival, los parlantes del escenario Coca-Cola bramaron al pulso de ‘Down’, dando comienzo al turno de 311 en Lollapalooza. Acertada elección por parte del grupo estadounidense, tomando en cuenta que se trata de su más reputada presea y que –claramente- las expectativas en torno a la presentación de los de Nebraska superaba largamente el conocimiento sobre la banda por parte del respetable. La política se confirmó cuando sorpresivamente, a intervalos de una canción de su repertorio más furtivo, sonaron prontamente ‘Come Original’, ‘Amber’ y “All mixed up”, dejando claro que, ante las dudas, el mejor vino ha de tomarse al principio.

Luego de eso se dieron el espacio de demostrar su fiato como grupo y la polifuncionalidad de cada uno de sus integrantes, a través un enérgico set de percusiones en donde todos tomaron las baquetas, subiendo aun más la temperatura de la loza del Parque O’Higgins. También hubo tiempo para versionar a The Cure en ‘Lovesong’, cover que han hecho suyo y que vienen rulando desde hace un buen tiempo. Y aunque suene a gula, las circunstancias podrían haber permitido interpretar aquel par de canciones del disco “Transistor” (1997) en donde interviene el Cypress Hill Eric “Bobo” Correa, protagonista de la jornada anterior. Claro, en pedir no hay engaño.

Después de 311, el caos. El único momento verdaderamente incómodo de la jornada ocurrió antes de que tocara Devendra Banhart y comenzara a correr el rumor de que el Tech Stage cerraba sus puertas, así que no habría más conciertos en aquel escenario. Una horda de carabineros, imagen siempre desagradable, llegaba al recinto a controlar una situación que se les escapó de las manos y que derivó en un ambiente agresivo que resultaba particularmente chocante en el acogedor contexto de Lollapalooza. Y la desinformación pasó la cuenta porque varios reacomodaron su programa personal del día según lo ocurrido. Nuestra opción fue esperar en la zona de descanso y llegar antes al stage Coca-Cola para ver a The Flaming Lips, carcomidos por la expectativa, mientras Chico Trujillo hacia vibrar el escenario Claro.

Los de Oklahoma vinieron, vieron y vencieron. Su mera presencia en Chile estaba condenada a ser histórica, pese a todo: la mezquindad en la distribución de sus minutos (sólo la calidad de anfitrión de Perry Farrell explica que Jane’s Addiction tuviese más tiempo para tocar que ellos) y el pésimo horario en que salieron debido al invasivo calor. Cuando el sol y el show golpeaban con mayor intensidad, varias caras se empaparon, literalmente, de sudor y lágrimas. No era para menos, ante nosotros desfilaban uno tras otro los momentos más Lollapalooza de todos, aquéllos que no pensamos ver jamás en vivo y en directo. Por fin presenciamos eso que sólo podíamos ver en internet: la vagina gigante y sicodélica en la pantalla, los saltarines tipos enfundados en trajes naranjos, toda la chaya imaginable, globos gigantes de colores, Wayne Coyne dentro de la burbuja caminando entre la gente y las fantásticas canciones de la banda sonando en vivo para nosotros. Emocionante es poco decir ante el que fue, tal vez, el mejor show (en el estricto sentido de la palabra) de todo el festival, la clase de suceso que puede cambiar vidas. En serio.

Tras descansar en el pasto durante los aburridísimos Sublime with Rome (una desilusión absoluta, en pésima forma y sin un atisbo de su chispa de antaño) y el comienzo de 30 Seconds to Mars, el festín de colores y estímulos visuales recibidos en el concierto de The Flaming Lips hizo efecto en nosotros. No podíamos seguir escuchando a Jared Leto, necesitábamos ir a conocer Kidzapalooza y –de paso- ver a Los Pulentos. Con los raperos Vitami y Sonido Ácido a la cabeza, el grupo creado para la serie de televisión fue el mejor respiro ante el conmovedor espectáculo previo y una antesala perfecta para la perversión que se vendría. El momento Kodak: cuando los MCs del grupo preguntaron “¿cómo están los niños?” y muchas voces infantiles gritaron “¡bieeeeeeeen!”.

El contraste de ambiente no pudo ser mayor cuando partió Jane’s Addiction y el telón se bajó para mostrarnos a dos chicas colgadas al techo por ganchos que atravesaban la piel de sus espaldas. Suspensión con piercings a la que Perry Farrell se refirió, al partir aludiendo a la mezcla de dolor y placer. El aire noventero del festival sopló por última vez con la intervención del dueño de la fiesta y sus destacados secuaces, especialmente con la imagen de Dave Navarro tocando su guitarra con un cigarrillo en la boca. Y aunque tuvo más protagonismo del merecido en el line-up, el ensamble estadounidense supo estar a la altura de las circunstancias y probar su valía en vivo, a través de un cierre de concierto que trajo dos de los hits más esperados por el público: ‘Stop!’ y ‘Jane Says’. Apenas finalizado el último acorde, aplaudimos apurados y partimos al escenario Coca-Cola.

Producto de una batería de razones, todas ellas largamente comentadas y analizadas, la presentación de Kanye West se alzaba como el plato más fuerte de Lollapalooza. Así lo demostró la convocatoria del último capítulo de esta gloriosa e histórica fusta. 23 canciones fueron, en total, las encargadas de dejar en claro que estábamos frente a uno de los artistas más aventajados que la industria musical ha concebido nunca. Discusiones de gusto existirán siempre frente a lo hecho por West la noche del domingo: que si es hip hop o que si es pop o quizás que otro etéreo genero; que el Auto-Tune, que su displicencia o vaya uno a saber qué. Y qué importa. Si es justamente aquella ramificada y maliciosamente intencionada dicotomía expuesta entre su primera triada (“The college dropout”, “Late registration” y “Graduation”) y sus dos trabajos posteriores (“808s & heartbreak” y “My beautiful dark twisted fantasy”) lo que traza el nervio de lo expuesto por el hijo prodigo del 2010 en su paso por Chile: desde el ruidismo y la experimentación vocal en temas como ‘Runaway’, ‘Power’ y ‘Gorgeous’ al registro mas rapero de ‘Diamonds from Sierra Leone’, ‘Jesus Walks’, el clásico ‘Through the wire’ e incluso la reciente ‘H.A.M.’, de su venidero disco con Jay-Z, con la que abrió el espectáculo.

A pesar de su insistencia por vocalizar, extender los arreglos, experimentar con filtros y jugar a la segura con el Auto-Tune, es indudable que se nota mucho más cómodo escupiendo flows con el micrófono en la mano que con él detrás del pedestal. De hecho, sorprende la entereza del de Atlanta a la hora de aguantar el envión del show, al mantenerse intacto (sin coristas ni apoyos) durante las dos horas de duración que tuvo el show. Sin mayor parafernalia visual ni voladores de luces, Kanye West dejó claro que lo mejor que sabe hacer es rapear, y que cualquier intento por abrir sus horizontes como artista, siempre serán tamizados por el rico abanico métrico que posee. Aquello siempre se ha notado en su estrategia de producción y resulta aun más claro en el directo. Para el anecdotario quedará el imaginario panteónico, la influencia evidente de Michael Jackson y los millones de pesos que colgaban de su cuello; lo importante ocurrió en lo musical y las expectativas fueron pagadas en exceso. Una vez expirado el último beat de ‘Stronger’, la vuelta a la vida real, después de dos días inolvidables de música, energía y emotividad parecía tan ruda como el andar de carabineros desalojando al público sobre sus caballos alazanes.

Ni la insolación, ni los retrasos en la entrega de tickets a la horda de blondos y drogados extranjeros. Ni siquiera los problemas en La Cúpula pudieron empañar el verdadero sentimiento que inundó toda esta alucinante fiesta. Desde los más minúsculos detalles hasta la más imponente puesta en escena, desde el olor a frutilla de Kidzapalooza hasta la alcurnia borracha del VIP, todo pareció entrañable en aquel glorioso momento. Cada quien se llevará a casa su propia versión de Lollapalooza, cada quien armó su propio itinerario y -a pesar de los gustos y las diferencias culturales- cada una de esas versiones seguramente será tan emotiva y vibrante como la otra.

*Escrito junto a Miguel Ángel Castro

Lollapalooza Día 1 (2 de abril)

En noviembre del año pasado supimos que Lollapalooza llegaría a Chile, después conocimos la programación a comienzos de este 2011 y pasamos las semanas siguientes tratando de sobrevivir a la expectación. La noche del viernes fue como volver a tener siete años y esperar la Navidad. Y cuando llegó el gran día, ver las doce letras del logo del festival sobre la entrada del Parque O’Higgins hizo que la impaciencia infantil diera paso a la fantasía adolescente de estar en el mismo evento cuyo nombre conocemos desde que MTV daba videos y radio Rock & Pop importaba.

Estábamos en Lollapalooza. En Santiago de Chile, pero en Lollapalooza. Quién lo diría. Costaba creerlo, aunque lo supiéramos hace meses. Dar una vuelta, para reconocer el terreno, fue el plan antes de encerrarse en La Cúpula. El panorama no podía ser más alentador: todo lucía dispuesto para que pasarlo bien con música fuese lo único importante durante ese día y el siguiente. Mientras Francisca Valenzuela e Ital le inyectaban pop y electrónica, respectivamente, al inicio de fiesta, Devil Presley dio un show impecable en el teatro (bautizado como Tech Stage para la ocasión).

“No todo en Chile es Alberto Plaza”, le espetó el vocalista Rod Presley a un público entusiasta que iba en franco aumento. La banda de Maipú distribuyó bien su tiempo, conectó con los presentes y a través de canciones como ‘Puta’ o ‘En la vida hay que pelear’ consiguió el humilde pogo inaugural del Lollapalooza criollo. Nada mal, aunque la primera gran sorpresa nacional fue Astro, que subió al escenario de La Cúpula al mismo tiempo en que Los Bunkers realizaban una presentación que Wayne Coyne de The Flaming Lips en persona alabó en la edición de hoy (5 de abril) de La Tercera.

Astro no tendrá disco, pero sí seguidores propios que se saben sus temas y celebran cada movimiento del ensamble liderado por Andrés Nusser, vocalista de excepción que estuvo a la altura de las circunstancias y activó el germen de juerga pese a que apenas era hora de almuerzo. Con ‘Raifilter’ junto a Harvey Jones de Picnic Kibun, la banda inició un ritual que se repetiría en otros de los artistas chilenos: invitar a un amigo (Javiera Mena lo hizo con Gepe, Chico Trujillo con Álvaro España). Luego, mediante Dënver, llegó la primera advertencia sobre La Cúpula y su capacidad, uno de los ítems más revisados en los resúmenes noticiosos sobre el certamen.

La pareja de San Felipe llenó el Tech Stage, en una postal que lucía reconfortante gracias a la disposición de los presentes y el buen ánimo del grupo, que dio una de las mejores presentaciones de su carrera en la mezquina media hora que se le asignó. Para atesorar: las versiones de ‘Olas gigantes’ y ‘Los adolescentes’ más orgánicas que sintéticas, especialmente la última, finalizada con Milton Mahan de rodillas en el escenario, poniendo -a su vez- de rodillas ante ellos a la gente que llegó a verlos. Su show fue seguido por el sólido paso de Ana Tijoux y la confirmación de que el espacio sería insuficiente. Sin embargo, a pocas horas de haberse iniciado, Lollapalooza ya podía sacar cuentas alegres.

La presentación de Cypress Hill daba espacio a las inquietudes por la dubitación que ha mostrado el conjunto al estructurar sus últimos conciertos, sumado a la vacilante aceptación que ha tenido su más reciente trabajo, “Rise Up”. Una vez abierto los fuegos, la presencia de Julio G en remplazo del fundacional Dj Muggs hacia más grande aun la sospecha. Al son de ‘Get ´em up’, B Real (rebautizado como Capitán Marihuana) entró seguido de Sen Dogg, y sólo bastaron tres minutos para noquear toda duda a priori: el show de los angelinos peleó palmo a palmo el cetro del sábado. Hits y clásicos como puñetazos sacudieron al público presente, desde ‘Tequila Sunrise’, pasando por las incombustibles ‘Hits from the bong’, ‘Insane in the Brain’ y ‘Dr. Greenthumb’ Fue un cruce entre su más reciente gira mundial y los inolvidables de siempre, abandonando la guitarra eléctrica y dando mayor protagonismo al dialogo entre DJ y percusionista. Cypress Hill pasó raudo como un tren sobre el sol y la espesa cortina de humo verde, dejando a la gran mayoría de los testigos de este hito notoriamente satisfechos, y demasiado volados como para atinar y clamar por más.

Los momentos inmortales siguieron al lado, en el escenario Coca-Cola, cuando Tim Booth (el vocalista de James) subió a la tarima desde el público y sentó las bases de un concierto que se caracterizaría más por la buena onda con la gente que por su calidad musical. El conjunto de Manchester se vio deslucido en sus ejecuciones, pese a la emotividad del encuentro con una porción considerable de gente que los esperaba hace demasiado tiempo en Chile y que prefirió vibrar en vez de juzgar cuando los ingleses sacaron sus ases (singles) bajo la manga. El único error fatal: no tocar ‘She’s a star’.

Quien sí hizo todo bien fue el vocalista y guitarrista estadounidense Ben Harper, con un espectáculo infalible desde todo punto de vista. A falta de hits famosos a nivel radial, el músico salió triunfante de Lollapalooza por su experticia, capaz de conquistar a quien sea, y por la brevedad de un concierto del que resultó imposible cansarse. Apacible y perfecto para una hora en que el descanso era una idea cada vez más seductora, si se quería llegar con dignidad a la hora de cierre. Punto a favor para el solista, para muchos, una de las mejores sorpresas del festival.

The National también cumplió por partida doble, con un show ideal para quienes los estaban esperando desde hace una década y para quienes llegaron como curiosos, tal vez haciendo hora para ver a Deftones. La banda de Ohio repasó buena parte de “High Violet” (2010), el disco que aumentó su valía en popularidad y éxito comercial, aunque también miró por el retrovisor con canciones más antiguas, con el tiempo ganado gracias a la baja de Yeah Yeah Yeahs. Melancolía en clave rock de inspiración post punk, recibida cálidamente por un Santiago cuyo cielo empezaba a cambiar de color para dar paso al horario estelar.

A las 19:30, Deftones, el primer gran plato fuerte de Lollapalooza, fue el cierre de la actividad en el escenario Claro. Un problema grave: el bajo volumen del audio emitido desde los altoparlantes al resto del Parque O’Higgins. Desde atrás sonaba débil, demasiado lejano para lo que se espera de un festival y sobre todo de una banda como ésta, así que avanzar se hizo obligación porque era frustrante ver cómo el grupo entregaba todo de sí y que la amplificación no le hacía justicia. Comentarios técnicos aparte, los californianos comandados por Chino Moreno desplegaron un repertorio que aunó sabiamente sus clásicos y su último material, contenido en el disco “Diamond Eyes”.

Que Deftones tiene un cantante privilegiado es vox pópuli, pero escucharlo en vivo es tema aparte, de otro planeta. En la misma senda de Mike Patton, ésa que explora las posibilidades de la voz hasta llevarlas al extremo, Moreno puede chillar mejor que Jamie Lee Curtis, cantar de la manera que sea y rapear cuando es necesario. Y todo esto mientras interactúa de cerca con el público. Para qué hablar del otro genio del grupo, el guitarrista Stephen Carpenter, quien terminó de convertir en un deleite la presentación de la banda, que invitó a Sen Dogg de Cypress Hill para tocar ‘Back to school’ y regalarnos otra postal inolvidable de Lollapalooza poco antes de terminar con una heroica interpretación de ‘7 words’.

Mientras The Killers, sin nada nuevo que ofrecer salvo la importancia de su reunión en Chile, degustaban una vez más el respaldo del público chileno (que repletó La Cúpula para verlos el día anterior), Fatboy Slim hacía bailar al Movistar Arena. Eso sí, lo del inglés fue un tanto semiagridulce, porque daba más la impresión de estar en una fiesta de discotheque Broadway viendo al DJ de turno que ante un histórico de la electrónica mundial, aunque eso no pareció importarle a ninguno de los que bailaban al ritmo de sus festivos –hasta el punto del mal gusto- y noventeros beats. La mejor opción era partir a sentarse en el pasto y volver a ver a los liderados por Brandon Flowers, aunque de lejos, descansando los pies y pensando en que la fantasía adolescente se repetiría al día siguiente.

*Escrito junto a Miguel Ángel Castro