El consenso en torno a Grinderman y su debut homónimo del 2007 fue que era un proyecto paralelo en que Nick Cave -crisis de los 50 mediante- desahogaba lo que no podía expresar con The Bad Seeds. El fruto, un disco de rock peligroso e hilarante en partes iguales, recibió el beneplácito generalizado de una prensa que se sorprendía con el australiano y la facción rebelde que formó con soldados de su propia banda (Warren Ellis, Martyn Casey y Jim Sclavunos). De la mano del productor Nick Launay (Arcade Fire, Gang of Four, Talking Heads), el cuarteto consiguió un álbum redondo, que incluso influenció al siguiente lanzamiento de su alma máter, “Dig, Lazarus, Dig!!!” del 2008.
Pero, ¿qué venía después? La respuesta a priori: seguir con la humorada. Ante los espléndidos resultados del trabajo previo, no sería descabellado continuar apelando a la concupiscencia y las guitarras distorsionadas. Una idea que, en la antesala de la placa, fue descartada en entrevistas donde el frontman de la banda declaraba sus intenciones de imprimirle más peso y seriedad al nuevo largaduración. Con el mismo núcleo de trabajo de la ópera prima, Grinderman retornó al estudio en 2008 y se tomó un año –con varios intervalos- para terminar el anunciado segundo álbum.
Lo que dejaron en nuestras manos se llama “Grinderman 2”, una evidencia de que las palabras de Nick Cave no fueron en vano. Salvo ‘Mickey Mouse and the Goodbye Man’, la canción que abre el disco (y en cierto sentido, despide al pasado elepé), el cuarteto cambia de folio y da pasos en terrenos antes inexplorados. La renovación no es radical, sino más bien representa el testimonio más fehaciente de la validez del grupo, cuyo dinamismo habla sobre un ente con autonomía absoluta. Podrán ser veteranos y conocerse hace años, pero las sorpresas entre ellos –y para nosotros- siguen estando a la orden del día, sin supeditarse a lo realizado previamente.
Donde antes sólo se mezclaban suciedad, libido y testosterona, ahora se añaden nuevas especias que sazonan el plato, como el dramatismo de ‘What I Know’ y la progresividad de ‘When My Baby Comes’. La combinación de aderezos complace a los paladares que buscan nuevos sabores, aunque también convence a quienes deseaban otro bocado de lo que probaron en el homónimo debut. La banda aviva sus aires picarescos con las confesiones impúdicas de Nick Cave en ‘Worm Tamer’ (en las que habla de la intimidad sexual con su chica) o ‘Kitchenette’ (el discurso que le dirige a una mujer casada a quien intenta seducir, criticando a su esposo por aburrido).
Los australianos escriben su regreso con ingenio, en un nuevo tomo que abandona parcialmente la crudeza mostrada en el primer volumen y despliega los argumentos necesarios para afirmar que, cuando se trata de lascivia, son todos unos expertos. Grinderman es un ser lujurioso en cuya mente habitan imágenes retorcidas (‘Palaces of Montezuma’), mientras su cuerpo se infecta de groove (‘Evil’). Sí, la humorada continúa, y con más vehemencia que nunca ahora que sus autores la han llevado al extremo, a punta de socarronería. Los rufianes jamás cambian.
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