8.7.12

Vicente Fernández: Jefe de jefes

Dice que sólo le tuvo miedo a la muerte una vez: cuando a los 36 años temió partir de este mundo tan joven como Jorge Negrete, Javier Solís o Pedro Infante. El "Cuarto Gallo de México" estaba totalmente equivocado, porque ese momento sólo marcaría la mitad de su camino. 36 años después, Vicente Fernández sigue tan vivo que todavía atraviesa nuevas experiencias. Santiago de Chile, donde nunca antes se había presentado, lo recibe con inaudito fervor y un Movistar Arena repleto de punta a cabo por adultos, jóvenes y más imitadores que tipos con jopo en concierto de Morrissey. Atuendo mariachi y pistola al cinturón, el Frank Sinatra de la ranchera -apodo que le dio el diario Houston Chronicle a comienzos de los 90- vino a ponerse al día con un país que asimila mejor su música que el folklore patrio.

La comentada despedida de "Chente" es un acto de orgullo y gallardía digno de sus personajes en películas. El ídolo azteca prefiere dejar de dar conciertos antes de que su garganta lo dictamine, porque se niega a ser visto en decadencia o mostrando signo alguno de agotamiento. Vicente Fernández jamás apela a la compasión para despertar simpatías, primero muerto que patético. Su voz es una fuerza de la naturaleza, firme cual roble, a veces violenta como un choque de placas tectónicas. "Por tu maldito amor", "A mi manera", "Ojalá que te vaya bonito" y "Me cansé de rogarte" brotan desde los pulmones del septuagenario solista en una extensa procesión de canciones archifamosas. El de Jalisco entrega todo lo que tiene: grita, suda, llora, bebe, fuma, ruge, susurra y también declama su inmortal consigna, esa que reza "mientras ustedes sigan aplaudiendo, yo seguiré cantando".

Con una banda de excepcionales mariachis (mención especial a Enrique Cortés en el requinto), Fernández desplegó sus dotes sin problemas salvo unos molestos acoples durante la intervención de su hijo Vicente, un intermedio de 15 minutos que resultó decidor sin querer. Al mayor de los "potrillos" (así llama el astro a su descendencia, aunque ya son hombres cuarentones como el conocido Alejandro), no le da la talla para salir de la sombra de su padre y su cometido fue discreto. Una voz de alerta imposible de ignorar: ¿qué pasará con la ranchera cuando su rey deje de existir? La pregunta queda en el aire, pero -al iniciar la tercera hora de concierto- Fernández la responde como si leyera la mente. "No se preocupen, apenas estoy calentando la garganta", asegura rebosante de picardía y testosterona, frunciendo sus cejas hirsutas al esbozar una sonrisa ancha. Acto seguido, "Guadalajara" y "Yo vendo unos ojos negros" y "Volver volver" y "México lindo y querido" y el recinto que ya se venía abajo. Un adiós literalmente a lo grande: tres horas exactas de gloria. Nada que envidiarle a las maratones de Bruce Springsteen.

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