30.10.13

Su moral y la nuestra


Fuentes inagotables de música, las islas del Mar Caribe producen anualmente un abrumador número de discos en relación a su cantidad de habitantes. Nunca deja de asombrar la forma en que sus artistas abordan la coyuntura: canciones alegres como “Independent Bahamas”, de Biosis Now, e “Independent Jamaica”, de Lord Creator, celebraron los procesos independentistas de sus respectivos países tejiendo un mensaje social que se podía bailar. Esa tradición se ha ido perfeccionando, pasando de mano en mano, hasta llegar a los canadienses Arcade Fire. 

El multitudinario grupo registró “Reflektor”, su cuarto disco, en un castillo jamaiquino abandonado después de visitar Haití, el país del que escaparon los padres de su vocalista, Régine Chassagne (y al que dedicaron un tema en su debut). Medio siglo de maestría en la conjugación de ritmos carnosos y comentarios políticos fue absorbida por Win Butler y su tropa, bajo la superlativa asesoría de James Murphy, el ex LCD Soundsystem que desde ahora debería probarse los trajes de superhéroe de Brian Eno: le lloverán los llamados para trabajar en las grandes ligas del rock. 

“Reflektor” no es reggae, y tampoco se podría describir como caribeño, pero es evidente que Arcade Fire ha desarrollado un saludable interés en el dub (“Flashbulb eyes”, única alusión a su reciente fama), la polirritmia y las congas (“Reflektor”, con una espectral aparición de David Bowie) y la música de los carnavales callejeros de Haití (“Here comes the night time”). Aunque tiene sintetizadores ochenteros que recuerdan a Mike Oldfield, lo distingue su corpulencia. El bajo fue tratado con especial diligencia tal como dicta la tradición isleña, cuyos puristas consideran sus vibraciones como curativas. 

Los de Montreal jamás habían sonado tan lúdicos, burlándose del rockismo en “Normal person” o titulando “Porno” una canción apta para todo espectador. Pero no viajaron al Tercer Mundo para divertirse. Win Butler, su líder, sigue igual de ansioso y atormentado que en el paranoico “Neon bible”: adopta una pose desvalida en la mayoría de las letras, escritas desde una trinchera en la que está solo contra el mundo. Habla de vida y muerte y vida después de la muerte. Cita la filosofía existencialista de Kierkegaard y el triste mito de Orfeo con Eurídice. Aligeró únicamente la fachada de su grupo; por dentro conserva las ambiciones mastodónticas que lo convertirán en una leyenda.

Il Volo: Inesperada brusquedad


El estilo operático del trío de vocalistas Il Volo constituye un subterfugio. Les da el caché de la mal llamada música clásica, ese tono solemne con el que suele abordarse el arte que desde lejos parece elevado e impenetrable, y evita que se los categorice de simples poperos cuando efectivamente lo son. En vivo, cada uno encarna un personaje predefinido, como en cualquier boyband. El acto reflejo al verlos: comparar. De lentes, Piero Barone es el tipo serio que lidera con naturalidad (Kevin en los Backstreet Boys); juerguista, Ignazio Boschetto es el bufón (Joey en N’Sync); y el agraciado Gianluca Ginoble es el rompecorazones (Joe en los Jonas Brothers).

 Il Volo van a la segura. Se valen de un repertorio conspicuo al que ahogan en almíbar: desde la archiconocida “Beautiful day” de U2, favorita de concursantes en programas cazatalentos; hasta el estándar “O sole mio”, el mismo que Elvis Presley hizo suyo en “It’s now or never” inspirando luego la carrera de Barry White. No hay que escarbar mucho para empezar a notar conexiones entre filarmónicas, teatros y ópera con aquello que actualmente constituye lo popular. Los Beach Boys usaban a Bach, Queen a Leoncavallo y Phil Collins a Clementi sin hacer un escándalo al respecto. El valor de Il Volo como puente entre elementos doctos y pop sólo es una ficción promocional. Su forma de acercar géneros resulta brusca y demasiado obvia.

Sons of the sea - Sons of the sea


Brandon Boyd era el Evan Dando de la generación nu metal. El tipo guapo que resultaba ser un gran vocalista. Tocado por la varita mágica de la creatividad, pero además portador de una facha que atrajo al sexo opuesto. Patentó un aspecto: si el chivo de Chino Moreno sobrevivía dreadlocks, gel y tinturas, y el jockey rojo de los New York Yankees era sinónimo de Fred Durst, Boyd hizo suya la imagen del poeta surfista con mirada ensoñadora y propensión a desnudar el torso lleno de tatuajes. 

También impuso una forma edificante de cantar, así como una manera de pararse en el escenario y tomar el micrófono; valiosas mercancías asociadas indeleblemente a su figura. Que alguien le pregunte a Doug Robb, el cantante de Hoobastank, si le sirvió de algo contarle a cientos de entrevistadores que venía del mismo lugar, el mismo circuito de bandas y el mismo círculo de amigos que Boyd. Si es honesto, dirá que sus explicaciones no valieron de nada: la voz de ‘The reason’ siempre ocupará un lugar en esa lista negra llamada “Clones del rock”. 

Los elementos que constituyen y definen el imitado estilo de Brandon Boyd preponderan en “Sons of the sea”, el debut homónimo del proyecto compuesto por el cantante y el productor Brendan O’Brien, responsable de los últimos tres discos de Incubus. Se trata, para empezar, de canciones con vista al horizonte que hacen del océano su musa; es decir, nada digno de extrañeza para los seguidores del grupo cuyo hiato se interrumpirá en diciembre para una excepcional gira sudamericana. 

Tal vez llame la atención la cercanía de Sons of the sea al pop, pero no debiera sorprender viniendo de un tipo que firmó temas como ‘Drive’ o ‘Talk shows on mute’. El terreno que explora Boyd es más bien conocido. Corre y salta, liberado del grillete que cargaba en su trabajo solista, “The wild trapeze”: ese empecinamiento en desmarcarse de su nave madre cuyo resultado fue un álbum insatisfactorio que, traicionado por el afán de crudeza de su autor, parecía una construcción a medio terminar. Ahora no tiene miedo de parecerse a Incubus. 

El aporte de Brendan O’Brien en esta dupla con pinta de solista camuflado consistió en encauzar los impulsos y pulsiones de su compañero, envuelto en una tempestad de ideas que derivó en la publicación al unísono de “Sons of the sea” y su tercer esfuerzo editorial, “So the echo”, un libro de fotos, textos y dibujos que redundan en la idea del mar como máxima inspiración. Aunque toma prestado el espíritu de ‘Home’ de Depeche Mode (‘Lady black’) y homenajea a Brian May de Queen (‘Space and time’), Brandon Boyd mantiene los pies en la arena, sin irse por la tangente. O’Brien sabe tratar con amantes de las olas: este año el productor también estuvo involucrado en otro lanzamiento de aire playero, el “Lightning Bolt” de unos Pearl Jam cada vez más dominados por el influjo de Eddie Vedder. 

Lo único que escapó al filtro de Boyd y O’Brien en “Sons of the sea” fue la portada, una ilustración del artista brasileño Bruno Borges que juega con la geometría y distribuye el espacio de manera similar a la forestal tapa de “Innerspeaker” de Tame Impala, pero en una versión rocallosa. La imagen contiene pistas: esas marcas incluidas en el diseño, similares a las de una carátula de vinilo gastada, sugieren que el disco debe ser comprendido a la antigua, es decir, como un todo indivisible. Pese a que el conjunto luce parejo, es posible distinguir fragmentos descollantes como ‘Jet black crow’, bañada de emotividad, o ‘Untethered’ y sus guiños a Muse. Brandon Boyd deja la toma de riesgos para otra ocasión: sus nuevas canciones predican para conversos.

24.10.13

Un debutante deja atrás a Pearl Jam y Paul McCartney



Carga la cruz de ser comparado con Adele, pero soporta el peso sin temblar. John Newman, el solista inglés del momento, es el número uno esta semana en su país. 

Los nuevos lanzamientos de Pearl Jam y Paul McCartney acaban de quedarse, respectivamente, en el segundo y tercer lugar de los más vendidos de Inglaterra. Un debutante local de 23 años les negó el número uno. Se llama John Newman, y en “Tribute” estampa su firma en un ramillete de canciones con orientación soul inspiradas por una ruptura amorosa. La misma receta que hizo de Adele una estrella mundial, pero con un saludable giro bailable: antes de vestirse de crooner, Newman fue DJ en fiestas house. 

Aunque le llueven las comparaciones con la autora de “Someone like you”, no se complica la vida. Dedica los primeros minutos de su ópera prima a enumerar influencias con nombre y apellido en orden cronológico. Adele está entre ellas; también Marvin Gaye, Aretha Franklin y Ray Charles. Gusto fino, aunque nada sorpresivo. La lista se torna más sabrosa con la adición de grupos ligados a la electrónica como Massive Attack, Morcheeba y Daft Punk. 

De hecho, John Newman saltó a la palestra como vocalista invitado en “Feel the love”, un exultante single del cuarteto londinense Rudimental que dominó los clubes en el verano inglés del año pasado. Pero, poco antes de hacer bailar a millones de personas, un suceso desafortunado casi le cuesta caro: empezó a perder la visión y los médicos le detectaron un tumor cerebral que debió ser extirpado con urgencia. La primera vez que escuchó “Feel the love” en la radio fue en la cama de un hospital. Ahí se propuso terminar el disco solista que anhelaba. 

A mediados de este año, decidió que “Love me again” sería un buen adelanto del material que estaba preparando. Una veintena de países europeos le dio la razón llevándolo a su top 10. Por estos días, “Cheating”, el siguiente sencillo, escala posiciones a la luz del arrollador éxito de “Tribute”. Sus agentes, los mismos que trabajaron con Amy Winehouse, se frotan las manos preparando su desembarco en Estados Unidos, donde ya ha despachado 30 mil copias de sus sencillos sin tener todavía un plan de difusión. 

John Newman admite estar sorprendido, aunque sabe que tiene algo especial entre manos: se reconoce un estudioso de los métodos del pop, capaz de escuchar un disco del sello Motown y distinguir en cuál de sus estudios fue grabado. Tiene, además, el control creativo en poder. Se ocupó de cada detalle: diagramó la carátula de “Tribute”, eligió la foto que aparece en ella, diseñó las poleras que vende en su página web y escribió el guión –de sorpresivo final- para el video de “Love me again”. 

También sus ambiciones lo alejan de la media. Manifiesta desdén por Rihanna y los artistas cuyos álbumes sirven de meros contenedores de hits. Considera que los discos deben ser valorados como una unidad conceptual de trabajo, y por eso reclutó a la Orquesta Metropolitana de Londres para que aportara arreglos en prácticamente todas sus canciones. “Supongo que soy una fuerza de la naturaleza”, dice en una de ellas. Robbie Williams de seguro concuerda: el niño malo de Take That ya le copió su pelo a la gomina caracterizado por un viso.

Duro de matar


Aunque los críticos ingleses lo detestan, tal como sus colegas estadounidenses odian a Nickelback, James Blunt es un experto sobreviviente. Nunca pudo igualar el impacto de “You’re beautiful”, pero la decaída comercial no menguó su perseverancia. Es más, acaba de repuntar en popularidad saludando al folk de Mumford & Sons en “Bonfire heart”, el adelanto de un cuarto disco que se encargó de promocionar como un punto de inflexión en su carrera; un giro estético. Era una verdad a medias: en efecto, el recién salido “Moon landing” deja que expanda sus posibilidades, aunque el margen de acción es reducido. 

El ex soldado se prueba distintos ropajes. Ninguno le queda especialmente mal; el problema es que llegó tarde a los diseños de esta temporada. “Satellites” critica la interacción humana en la era digital, pero ese tipo de comentarios ya los hacía Rush en “Virtuality” de 1996. “Miss America”, dedicada a la memoria de Whitney Houston, tropieza en el inevitable paralelo con “Candle in the wind” de Elton John. “Postcards”, con una ración de ukelele, toma prestado el manual que leía Jason Mraz hace cinco años. 

James Blunt, un tipo sencillo y sumamente aterrizado (suena cortés hasta en un tema de ruptura como “Face the sun”), no se complica a la hora de escribir letras. Si bien peca de pedestre de vez en cuando, su soltura de cuerpo le permite cantar sobre un asunto olvidado en el pop actual: el compañerismo de pareja que decanta en matrimonio (“Heart to heart”, “The only one”). Es un involuntario gesto de rebeldía de parte de un cantautor cuyo esmero reside en las melodías. Su masiva fanaticada, sumida al parecer en la espiral del silencio -¿cómo un músico tan famoso consigue apenas 200 mil seguidores en Twitter?- puede tener la certeza de que sigue siendo el de siempre. Que se afirmen los detractores.

Seriedad aguafiestas



El déficit atencional achacado al público objetivo de Katy Perry, los adolescentes, hace que “Prism” empiece por el final y viceversa. Si sus canciones siguieran un orden biográfico, el cuarto trabajo de la solista, no arrancaría con la triunfal “Roar” y ese coro inapelable que dice “soy una campeona y me escucharás rugir más fuerte que un león”. Partiría con “By the grace of God”, la –bastante literal- descripción del momento en que estuvo punto de suicidarse, tras el fin de su matrimonio, que baja el telón del disco recordando que el pop rock cristiano fue su primer nicho. 

Se opta, en cambio, por dejar que “Prism” atraiga con su alegría para luego dejar caer el estado anímico –y la calidad del repertorio- hasta el piso. Hay un larguísimo trecho entre la Katy Perry que reina la jungla y la Katy Perry que casi se quita la vida. Son dos mujeres distintas. Una pinta vívidas imágenes celebratorias en las que cae chaya desde un cielo en el que flotan globos de colores (“Birthday”); la otra es tan insegura que necesita público para proclamar a los cuatro vientos que se ama a sí misma (“Love me”). 

Gana la chica alegre, un personaje que la californiana asume con propiedad. Resulta enervante la superficialidad de su discurso, una oda a los que se gastan la plata del arriendo en beber (“This is how we do”) y las mujeres inalcanzables para un tipo normal (“International smile”), pero al menos va decorado por excelentes pistas bailables que recuerdan a Empire of the Sun y los Daft Punk antes de la música disco. Incluso sale airosa de su safari por el house de los 90 en “Walking on air”. Es lamentable que las obligatorias canciones de amor y ruptura (“Ghost”, “Unconditionally”) echen a perder con sus pretensiones de seriedad lo que, de otra forma, sería una divertida fiesta.

22.10.13

PBR&B, el naciente imperio musical bautizado por un tuit


Una broma, publicada en Twitter hace dos años y medio, se convirtió en el nombre oficial del subgénero que reactivó la creatividad del R&B. 

Para un doctor en comunicaciones, profesor universitario y crítico musical como el estadounidense Eric Harvey, aparecer entre las fuentes de Wikipedia es una forma de validar su trabajo. Pero el artículo que lo menciona en el portal de consultas no cita abnegadas labores académicas, ni los sesudos textos que ha publicado en numerosas revistas como Rolling Stone o Spin. Por esas ironías de la vida, su aporte fundamental a la cultura pop consiste en una broma en Twitter. 

Carente de un término que describiera la nueva oleada del R&B, encabezada por solistas con un alto sentido de la individualidad, Harvey se refirió a las voces del recambio como parte de un movimiento al que bautizó PBR&B. El nombre mezcla la común abreviación de rhythm and blues con las iniciales de Pabst Blue Ribbon, la marca de cerveza favorita del segmento hipster. Implica, básicamente, que se trata de música negra hecha por músicos de inclinación alternativa. 

El tuit, inspirado por los debutantes The Weeknd, Frank Ocean y How to Dress Well, data del 11 de marzo de 2011. La bola de nieve empezó a rodar de inmediato. Al día siguiente ya se hablaba de PBR&B en blogs, y el uso se propagó a diarios y revistas deseosos de explicar el llamativo fenómeno. 

Los artistas de R&B, una poderosa fuerza comercial en Estados Unidos, solían parecer clones fabricados en serie y programados para eludir la originalidad como si fuese un tabú. Pero los recién llegados desafiaban la norma con sus canciones: hacían copia y pega de MGMT y Siouxsie and the Banshees, y escribían íntimas letras que en más de algún pasaje ameritaban la revisión de un sicoanalista. 

El levantamiento de voces disidentes reactivó al género completo. Aunque ahora el propio Eric Harvey asegure que su broma twittera no califica como una etiqueta musical, ya es muy tarde: el ascenso a la fama de los artistas asociados al PBR&B hace que el rótulo cobre sentido con el paso de los días. Se discute su validez, basando el debate en su connotación simplista y un tanto derogatoria, pero abandonar su uso es difícil porque no existe un nombre más pegajoso y que sintetice mejor las características de sus exponentes.

Los dos años y medio de vigencia del término son toda una eternidad para una idea nacida en internet. Recientes inventos similares han surgido y muerto en menos tiempo. Algunos, como el chillwave y el witch house, terminaron en el punto de partida del PBR&B: convertidos en un chiste. 

Cinco imprescindibles del PBR&B 

Drake 

A este canadiense, ex actor de la serie juvenil “Degrassi”, le dedican bromas en internet por su carácter sensible y su tendencia a lo meloso. Drake es, por definición, un rapero. Sin embargo, muestra inquietudes que escapan de los márgenes del hip hop. Ambas escuelas le sientan bien: puede ser tan fanfarrón como reflexivo. Entre músicos, despierta respeto. Justin Bieber y Justin Timberlake son tan fanáticos que lo han invitado a colaborar. Estados Unidos lo ama: “Nothing was the same”, su nuevo disco, debutó en septiembre en el número uno de Billboard, repitiendo la marca de sus dos trabajos anteriores. 

Janelle Monáe 

Su nombre es asociado al PBR&B porque, a decir verdad, los que intentaban clasificarla ya perdieron la paciencia. La genialidad de esta ambiciosa solista no cabe en pocas palabras: la prensa se enreda comparándola con Prince y David Bowie, pero es una causa perdida. Si alguien piensa que Lady Gaga es extravagante, tendrá que sujetarse la mandíbula luego de conocer a Janelle Monáe. Su discografía es una saga de ficción distópica, dividida en siete partes, en la que encarna a una androide. Inteligente metáfora: el alter ego le permite deslizar valiosas ideas sobre el rol de las mujeres en la sociedad. 

The Weeknd 

Por estos días, Abel Tesfaye, el canadiense de 23 años que se esconde tras el seudónimo The Weeknd, da el gran salto con “Kiss land”, su primer disco para una multinacional después de tres alucinantes lanzamientos gratuitos por internet. Es un reto: el cantante y productor defendió su anonimato al debutar, y sólo se dejó ver cuando no le quedaba otra opción. Drake fue uno de los primeros en apostar por su voz desconsolada, aunque los seguidores llegaron casi de inmediato. Antes de que firmara un contrato, los ejecutivos discográficos se lo peleaban. 

Miguel 

Tenía lo necesario para convertirse en una estrella del R&B convencional, pero Miguel no quiso responder a los deseos de terceros, sino a los suyos. Debutó con éxito gracias al disco “All I want is you”, y sin embargo, no estuvo satisfecho hasta plasmar toda su personalidad en el cautivante “Kaleidoscope dream”. Mariah Carey cayó a sus pies y requirió sus servicios en el dueto “#Beautiful”, una canción donde secuestró el estilo de Miguel en franco reconocimiento de su atractivo. También figura entre los colaboradores de “The electric lady”, la última entrega de Janelle Monáe. 

Frank Ocean

El mundo del rap quedó de cabeza cuando Frank Ocean, asociado al colectivo Odd Future, cuyos miembros eran tildados de homofóbicos, salió del clóset admitiendo su bisexualidad. No sólo echó por la borda las acusaciones contra sus compañeros, sino que demostró una sana falta de respeto por los ortodoxos –y retrógrados- principios del género, dominantes también en el soul y el R&B. Ese desdén es el motor de “Nostalgia, ultra” y “Channel orange”, los dos títulos, candidatos a clásicos del futuro, que acumula este cantautor que partió componiendo para Justin Bieber.

17.10.13

Pedropiedra - Emanuel


La lista de términos relacionados a la carrera de Pedropiedra es enorme. CHC, junto a Nea Ducci y Sebastián Silva, fue el grupo de sus inicios. Ahora en solitario forma parte del sello Quemasucabeza, donde también militó en Caravana, el supergrupo de Rodrigo Santis de Congelador con Fernando Milagros y Felicia Morales, entre otros. Aunque su proyecto paralelo de mayor visibilidad es “31 Minutos”, en cuya banda oficia de batero. Incluso los baladistas Sin Bandera están conectados al cantautor de cejas hirsutas: Leonel García, el rubio mexicano del disuelto dúo, trabajó en su debut homónimo de 2009. Pero nadie pensaría en asociarlo con Miguel Bosé… hasta escuchar “Emanuel”.

En ‘Granos de arena’, un dúo con Gepe -otro con el que es fácil establecer un nexo-, el parecido con el divo español asombra. Y para bien: Pedropiedra adopta las muletillas vocales de Bosé y las inserta en una canción rica en detalles (tiene incluso un microscópico guiño a “El bueno, el malo y el feo” de Ennio Morricone) de dinámicos cambios cuyo mejor segmento es una fantasía de disco y funk que podría estar firmada por Los Amigos Invisibles, Jamiroquai o los últimos reivindicadores de ese sabroso estilo, los Daft Punk vía Nile Rodgers de ‘Get lucky’.

‘Granos de arena’ es una de las pistas centrales de un álbum que, para bien y para mal, ha sido promocionado por sus colaboraciones con los imprescindibles de San Miguel: aparte de Gepe, canta Jorge González. Su aparición en ‘Seres’, el tema que cierra, es un clímax con todas sus letras; un momento de auténtica solemnidad. El problema es que el intenso ex Prisionero le da un énfasis a lo que dice (“dolor”, “desesperación”, “lágrimas internas”, “fiebres de la mente”) que, en la inevitable comparación de estilos, hace lucir en extremo impávido y poco expresivo a su anfitrión. Sale airoso el invitado, pero el dueño de casa queda algo disminuido tras la visita.

Tampoco es un golpe bajo: antes de la despedida, Pedropiedra establece sus credenciales como un músico fiable que amerita seguimiento. Especialmente como letrista, aspecto donde ha crecido en forma notoria (la base inicial ya era firme), probablemente a raíz del talentoso entorno que lo rodea. En ‘Eclipse total’, verdadera partida de “Emanuel” tras una obertura homónima innecesaria que no aporta a la narrativa del disco ni ayuda a capturar la atención, desenfunda rimas impredecibles y comparte una abundante reserva de imágenes opiáceas. Encaja “brillo de imán” con “rayos de volcán”, y en el coro dice estar “transmitiendo desde el mar olas de telepatía / que rebotan en pirámides egipcias”.

Las vívidas confesiones de “Pedropiedra” y las peripecias tipo Marcela Paz de “Cripta y vida” encuentran su evolución lógica en “Emanuel”, una obra de cualidades cinematográficas en la que –no es coincidencia- trabajó Álvaro Díaz (“31 Minutos”, “Plan Z”, “El factor humano”) como una especie de asesor creativo. Se podría musicalizar un video exhibiendo las molestias que causa la publicidad electoral en las calles, e idealmente la posterior destrucción de panfletos, usando la contingente ‘Carteles gigantes’. Y la enternecedora ‘Luna luna’, cantada desde la perspectiva de un perro enamorado de la luna, podría cobrar la forma de un cortometraje si algún director se entusiasma.

La brújula está calibrada y apunta a la dirección correcta. Incluso en forma literal: ‘Lima’, una balada cebolla donde la guitarra es tratada como en un tema de Zalo Reyes, le da valor romántico a una capital que erróneamente ha sido menospreciada en nuestro país como un destino turístico. Los viajes siguen siendo un asunto de interés para el cantautor. El deseo de estar en otro lugar surge en el sencillo ‘Pasajero’ y persiste en la españolísima ‘Para ti’, un arrebato Gipsy Kings, dedicado quizá a la extinta progenitora que inspiró ‘Mi mamá’ en el debut, que deja ver que Pedropiedra no siempre anda con cara de póquer (“no sé sonreír y mucho menos llorar”, desliza en “Paraguas y máscaras”), sino que también se desfigura por la emoción. Así debería mostrarse más seguido.

16.10.13

Jane's Addiction: Mejor fiesta que concierto



Entre niños, nadie quiere hacer enojar al dueño de la pelota en una pichanga. Entre adultos, nadie quiere hacer enojar al dueño del boliche. Perry Farrell tiene poder en Chile: es el Intocable Señor Lollapalooza, un festival que ha traído mucha alegría a nuestro país, pero que -no se olvide- es un negocio y no una obra de caridad. En ese sentido, Farrell está peligrosamente más cerca de ser un inversionista o un político que cualquiera de sus correligionarios en lo que él alguna vez llamó “Nación Alternativa”. 

Anoche, en el Teatro Caupolicán, Jane’s Addiction tuvo que hacer poco para mantener viva la algarabía de un público que, en el mismo recinto y en pantalla gigante, vio la clasificación de Chile a Brasil 2014. Por San Diego, una caravana de autos pasaba una caravana de autos con rumbo a Plaza Italia a la misma hora en que unas 5 mil personas esperaban ansiosas que la música tribal envasada terminara para entregarse a otra celebración noble: los 25 años del fantástico “Nothing’s shocking”, uno de los discos ochenteros que supo vaticinar con mayor claridad y enjundia lo que vendría en los 90. 

El grupo apareció causando delirio inmediato, pero aun así se las arregló para que su cometido fuese un tanto desilusionante. No por culpa de Dave Navarro, impecable como si tuviese un pacto con el Diablo que le impide envejecer o errar una nota en su guitarra; ni del batero Stephen Perkins, listo para tirarse a una piscina después de sudar la gota gorda en traje de baño; menos del bajista Chris Chaney, tan quitado de bulla como efectivo en su ejecución. El responsable del desliz: Perry Farrell con su voz venida a menos y esa irritante creencia rockista de que plantarse sobre un escenario a tomar tequila desde la botella lo hace ver cool a los 54 años. 

Alguien debería avisarle que hasta Lemmy tuvo que detener el codo y desarrollar cierto sentido del decoro. No cualquiera puede ser como Eddie Vedder o Matt Berninger, y bajarse una botella de vino tocando sin afectar la calidad del show. Ahí es cuando Farrell deja de parecer el Douglas Tompkins del rock y recuerda un poco al Axl Rose noventero, ese tipo que –cuenta Jason Newsted- alegaba sufrir problemas vocales, pero nunca se despegaba de la champaña. Claro que en una versión mucho más digna, profesional y respetuosa hacia el público (la vara de esta comparación yace tirada en el suelo). 

El bajo rendimiento de Farrell menguó las posibilidades de que este concierto, que tenía en bandeja todas las condiciones para convertirse en algo histórico, pase a los libros como uno de los imprescindibles del año. En esta pasada, Jane’s Addiction incluso estuvo lejos de su debut en el primer Lollapalooza, más valioso en cuanto a producción y tocado con un vigor que se tradujo en mejores interpretaciones del vocalista. Al contrario, esta vez la energía se le agotó dando saltos, mostrando el abdomen y contoneándose (no hay correlato entre su estado físico y su estado vocal). Seducir al público es una capacidad que nunca perderá: como serpientes encantadas, los asistentes a la fiesta estilo L.A. –aquellos que pagaron su entrada, no los numerosos invitados- seguían sus movimientos y no dejaron que nada les aguara el momento. Bien por ellos.

Lo cierto es que ni siquiera se podía presagiar lo de anoche escuchando el reciente “Jane’s Addiction Live in NYC”, un débil registro en vivo que plasma -sin mucho retoque para mérito de los firmantes- el actual pasar de la banda, posicionada como un efectivo karaoke ambulante de grandes éxitos. ¿Habrá sido un mal momento? Los últimos videos de la banda subidos por fanáticos a YouTube sugieren que no: Farrell suele ser el eslabón endeble de la cadena. El resto de sus compañeros, exceptuando al “nuevo” de Chaney” que llegó mucho después de 1990, sigue tocando como en el tercer CD de “A cabinet of curiosities”. 

La segunda visita a Chile de Jane’s Addiction dejará, nuevamente, arriba la imagen de Perry Farrell como un gran entretenedor y consolidará su perfil de sujeto influyente en nuestros medios (no una sino dos radios transmitieron el evento) que vive con un traje de lentejuelas, listo para saltar al escenario, bajo su overol de obrero. Difícilmente se hablará mal de un tipo cuyo nombre se asocia a instancias tan gratas como pueden ser Lollapalooza o la clasificación a una Copa Mundial de Fútbol. Sin embargo, micrófono en mano, dejó bastante por desear: hay que hacer un esfuerzo adicional para quebrantar la energía imparable de “Ain’t no right” o “Stop!”, y lamentablemente eso fue lo que pasó. Molesta ponerse duro con una banda tan grandiosa, pero es imposible no pensar en las declaraciones de Eric Avery al presenciar en vivo a esta versión de Jane’s Addiction. El bajista original del grupo, quien se negó participar de las dos primeras reuniones y cayó a la tercera –aunque apenas por dos años- aseguraba detestar los intentos de recrear el pasado y prefería sólo rendirle honores viviendo en el presente. ¿Dónde está Avery ahora? Alejado de un proyecto que no lo satisface por motivos que, según lo visto y escuchado ayer, están saliendo naturalmente a la luz.

La música no tiene fecha de vencimiento en la era YouTube

Una canción de Kanye West musicaliza el fenómeno viral del momento. Tiene ocho años de antigüedad y nunca fue editada como single, pero esta semana arrasó en la lista más importante de Billboard.




Este año, Kanye West ha saboreado lo amargo y lo dulce de la nueva industria musical. Su último disco, “Yeezus”, fue objeto de atención planetaria durante un abrir y cerrar de ojos, antes de hundirse en las listas en tiempo récord pese al vitoreo de la crítica. Como ya es cada vez más habitual, la antesala del lanzamiento concitó mayor interés que su vida útil. Cuatro meses después de aparecer, el álbum es apenas una nota al pie de página en la cobertura sobre el rapero, centrada en la relación que mantiene con Kim Kardashian y en sus conflictos con la prensa.

Pero, desde este mes, West experimenta un éxito casi inaudito, y sin moverse de su escritorio. “Gone”, una canción que publicó hace ocho años en su segundo disco, “Late registration”, ingresó esta semana al Hot 100, el ranking más importante Billboard. Es decir, un tema que nunca fue sencillo ahora se encarama por encima de hits de la temporada como “Get lucky” de Daft Punk (puesto 22) o “Mirrors” (20) de Justin Timberlake. También supera largamente el rendimiento de “Bound 2”, el actual encargado de promocionar “Yeezus”, que sólo llegó al número 55.

¿Cómo pasó algo así? La respuesta está en YouTube: el fenómeno viral del momento en el sitio de videos consiste en grabarse bailando “Gone”. La moda empezó a fines de septiembre, cuando una estadounidense llamada Marina Shifrin decidió comunicar su renuncia a la empresa donde trabajaba mediante “I quit”, un video subtitulado que la muestra practicando la ya famosa coreografía. 15 millones de personas lo han visto, y por supuesto que las imitaciones no se hicieron esperar. Desde una mamá amenazando con irse de la casa si sus hijos no se portan bien, hasta los ex empleadores de Shifrin anunciando que hay una vacante en la oficina, todos se mueven al ritmo de Kanye West.

Desde febrero pasado, Billboard permite que el flujo de YouTube afecte sus conteos, tal como las ventas físicas, las descargas digitales o la rotación en radios, entre otras estadísticas convencionales. Las visitas al video “I quit” se tradujeron en 6 millones de reproducciones para “Gone”, lo que a su vez atrajo a 9 mil compradores, un salto enorme respecto a las prácticamente nulas ventas de la semana pasada. Además, avanza en listas especializadas: irrumpió en la cuarta casilla del Rap Songs Chart y en la sexta del R&B/Hip Hop Songs.




Ha pasado antes 

“Harlem shake”, la canción del productor Baauer que dio origen al disparatado fenómeno de igual nombre, apareció en mayo de 2012, aunque recién se hizo conocida en febrero pasado gracias al viral que sirve como antecedente directo de lo que ocurre con “Gone”. Más extremo aun es el caso de “Baby blue”, el tema del –hasta hace poco- olvidado grupo inglés Badfinger que musicalizó los instantes finales de “Breaking bad”: hoy ocupa el puesto 14 del ranking de canciones rock, pese a ser de 1972.

Antes de considerar a YouTube como un factor relevante, Billboard permitía que canciones antiguas ingresaran a sus listas si mostraban renovada actividad. Un caso emblemático es el de “All I want for Christmas is you”, de Mariah Carey, que en la misma versión ha entrado a sus listas tres veces desde 1994. La última fue la Navidad pasada, ascendiendo al puesto 29, el más alto que ha conseguido.

En Inglaterra, existe la tradición anual de boicotear al programa cazatalentos “X factor” y arrebatarle la cima del ranking UK Singles Chart al participante ganador cuando estrena su sencillo debut. Promovida en redes sociales, la campaña funciona: “Killing in the name”, casilla 25 originalmente en 1993, le dio un inesperado número uno a Rage Against The Machine 16 años después.

Los concursos de canto logran que los televidentes, tras escuchar un tema de su agrado en voz de algún aspirante, lo busquen en Google y terminen escuchándolo en YouTube. O comprándolo, en el caso ideal. Le pasó a Tracy Chapman: su inolvidable “Fast car” fue recuperado hace dos años por un competidor de “Britain’s got talent” y volvió al cuarto lugar inglés tal como lo hizo al salir en 1988.

10.10.13

Veredas opuestas



El regreso musical de Justin Timberlake sería originalmente un EP producido por Timbaland, el Quincy Jones de su Michael Jackson. Pero el chicle se estiró como si el ex N’Sync fuese Jimi Hendrix o Elvis Presley: un ícono muerto cuya obra se debe explotar hasta lo irrisorio. De apenas 20 días de grabaciones, primero se extrajo el larguísimo “The 20/20 experience”, aparecido en marzo, y ahora una falsa secuela, “The 20/20 experience – 2 of 2”. 

 Pese a los bombos y platillos en torno a su lanzamiento, sólo se trata de sobras de las mismas sesiones. El rockero hábito de sacar discos con descartes y rarezas para los coleccionistas no se adapta a los usos y costumbres del pop, menos al cantante que ha despachado mayor cantidad de discos este año, así que la mona se prueba trajes de seda: el mismo nombre y casi la misma carátula del excelente original (que nunca llevó el subtítulo “1 of 2”). 

 En vez de complementar el interesante concepto que distinguía a “20/20 experience”, esa convicción en la vida marital como objeto para componer éxitos, “2 of 2” incluye pataletas amorosas que desentonan y cuesta tragar (“Drink you away”, “Only when I walk away”). Además, deja ver que –salvo el single “Take back the night”- a Timberlake y sus amigos se les fueron agotando las buenas ideas. La nueva “Gimme what I don’t know (I want)” es mortalmente similar a “Don’t hold the wall” del disco anterior, aunque no tan atractiva. Otra hermana menor, “You got it on”, también sufre en comparación a la fenomenal “Mirrors”. Y qué decir del verso para el olvido de Jay-Z, sobre los genitales de Yoko Ono, en “Murder”. Un abuso de confianza, igual que el resto del disco. 

Hasta que alguien diga lo contrario, el gran lanzamiento pop del segundo semestre es “Days are gone”, el debut de las hermanas estadounidenses Haim. Cada una canta, compone y toca su propio instrumento. Parece la biografía de una versión femenina de Hanson, aunque la comparación muere ahí. Para explicar el estilo de Haim, deben establecerse elogiosos paralelos con ilustres de la talla de Michael Jackson o Fleetwood Mac. 

Desde que debutaron con “Forever”, una de las mejores canciones del año pasado, Alana, Este y Danielle han puesto en aprietos al que intente describirlas, pero una broma que dijeron al ser entrevistadas ofrece una precisa definición: según ellas, todas sus influencias residen en “Bootylicious”, el hit de Destiny’s Child que samplea la guitarra de “Edge of seventeen” de Stevie Nicks. Y así lo atestigua el funk sintetizado de las infecciosas “If I could change your mind” y “Falling”. 

“Days are gone” acusa un conocimiento enciclopédico y una visión panorámica de los géneros musicales que gobiernan –o han gobernado- los gustos masivos. La progresión laberíntica de “Let me go”, de la solemnidad casi a capela hacia la sicodelia tipo Santana, da cuenta de las virtudes de crecer en un hogar con padres músicos y melómanos. Aunque el beat rapero y la orientación dubstep de “My song 5” son cosecha propia de esta generación. Coordinadas por telepatía fraterna, Haim le sacan partido a cualquier escenario: son las cínicas villanas del quiebre amoroso descrito en “The wire”, y convencen tanto como en el rol de víctimas de un amante abusivo en “Go slow”. No picar su anzuelo es imposible.

Todos me miran



No está tan loca como la pintan. Miley Cyrus reveló, en el reciente documental “Movement”, que su controvertida presentación en los premios MTV fue parte de un meticuloso plan de marketing que persigue un fin digno de “Pinky y Cerebro”: tratar de conquistar al mundo. La ex emperadora de la ñoñería Disney aprendió del error llamado “Can’t be tamed”, su fallido disco maduro de hace tres años, un experimento del que salió trasquilada por carecer de argumentos sólidos más allá de la pataleta adolescente clamando adultez. Ahora tiene plan B, C y D.

Cyrus en su cuarto trabajo, “Bangerz”, asume con plausible naturalidad la carga de ser el nuevo florero de mesa del pop. Su metamorfosis, ciertamente violenta para los fanáticos más pequeños de Hannah Montana -quien fue asesinada, según la cantante en una rutina humorística para “Saturday night live”-, cobra sentido y se justifica con el cambio de piel exhibido por este acomodaticio repertorio que no le vende el alma a ningún estilo. Melodía country, sonoridad electrónica y orientación hip hop cohabitan en “We can’t stop” y “4x4” (con el rapero Nelly). Es un rasgo propio de la estimulada generación actual: artistas como Haim y Lorde se han hecho conocidas en los últimos meses gracias a un eclecticismo similar.


La balanza anímica de la solista va de un lado al otro a un ritmo vertiginoso: traspasa sus deseos de fiestear en “SMS (Bangerz)”, con Britney Spears de invitada; en “Wrecking ball” despide a un amor emanando un destello de enceguecedora candidez; coquetea en “#GETITRIGHT”, apoyada en la producción de Pharrell Williams; y en “FU” deja fluir por sus venas la toxicidad del despecho. Aunque Miley Cyrus se muera de ganas de ser distinta al resto, “Bangerz” refleja las inquietudes y devaneos de cualquier veinteañero normal.

Tercer acto



Si Pearl Jam se acabara hoy, con el civismo que R.E.M. mostró al disolverse, su historia se contaría en tres actos con un final feliz. Primero, la etapa de jóvenes superestrellas atormentadas por la fama y sin miedo al autoboicot. Luego, las errantes cavilaciones en el camino hacia la madurez. Y, para terminar, el florecimiento en adultos pletóricos de satisfacción, coronado por “Lightning bolt”, el disco que acaban de poner en órbita después de un silencio largo, pero confortable, de cuatro años.

Nunca habían demorado tanto en estrenar material. Usaron el tiempo en depurar sus vidas familiares, girar casi dos años celebrando el aniversario de “Ten” y darle espacio a Eddie Vedder para adentrarse en las bondades del ukelele. De su trabajo solista, “Ukulele songs”, el grupo toma la canción “Sleeping by myself” en uno de los intermitentes pasajes gratificantes de su regreso. “Lightning bolt”, al contrario de su homónimo –y aburrido- antecesor, no mantiene un nivel parejo, sino que fluctúa entre lo correcto y lo sobresaliente. En un alentador momento recupera el espesor del sombrío “Binaural” (“Pendulum”), y después tira por la borda lo conseguido con un rock sureño para bares (“Let the records play”).

Una advertencia basada en los singles del disco y dedicada a los rockeros que babeaban de emoción esperando su salida: la melódica y existencial “Sirens”, guiada por el bajo de Jeff Ament y un piano, representa mejor al conjunto de canciones que “Mind your manners” y su regresión a la época de “Spin the black circle”. Esta versión alegre de Pearl Jam luce cómoda cuando Eddie Vedder, cuyo cantar se ha vuelto menos cavernoso, canaliza al poeta surfista que lleva adentro (“Yellow moon”). Tan confortable está en esa faceta, contemplando la tierra en “Swallowed whole”, que hasta le guiña el ojo con descaro a Roger Daltrey de sus amados Who tartamudeando a propósito. El viejo rostro del grunge ahora es la nueva cara del rock clásico.