Cuesta hacerle justicia en palabras al primer larga duración de Tenemos Explosivos. Al intentar describirlo, el viejo refrán –famoso en boca de Elvis Costello y Frank Zappa- que dice “hablar de música es como bailar de arquitectura” cobra nuevo sentido y revalida su vigencia. Es un problema hermoso, en todo caso. Nos pone en aprietos “Derrumbe y celebración” porque su base conceptual y teórica es una de las más sólidas que recuerde el historial rockero chileno, pero además no hay una sola nota ejecutada en el álbum que denote relleno ni desperdicio alguno.
Ya lo anunciaba en 2010 el EP “Intervención enérgica en los asuntos de la nación”: este grupo, autoproclamado cultor del post hardcore, no hace las cosas por inspiración divina. Cada segundo de sus canciones tiene una razón de ser. Si Eduardo Pavez, el vocalista, invoca con los dientes apretados al silencio en la melódica “El misterio de Kosovo” es para que se tranquilicen las aguas y después la energía se libere. Ir y venir, de eso se trata. Lo afirma “El mejor jugador del fuego”, el tema que inaugura el álbum: “en el corazón de todo invierno habita una primavera”.
La fascinación de Tenemos Explosivos por el fuego, elemento vital concebido por ellos como acto poético y político (no hay cabida en este trabajo para metáforas livianas), es el eje en “Derrumbe y celebración”. Muy bonita y famosa podrá ser “Miño” de Los Bunkers, pero difícilmente algún homenaje a Eduardo Miño, el hombre que hace 11 años murió al quemarse a lo bonzo protestando frente a La Moneda, será mejor que “Cuerpo al aire” (tema adelantado en el EP y en una estupenda versión en vivo en el DVD “Esquemas de replicación).
“Cuerpo al aire” muestra una de las mejores características discursivas del quinteto: el cuestionamiento de ideas que, pese a ser estúpidas y falsas, permanecen arraigadas en nuestra idiosincrasia. En este caso, la fantasía neoliberal de que esforzarse toda la vida asegura sí o sí las garantías mínimas para una existencia digna. “Alguien dice la justicia llega a aquel que ha trabajado, ¿entonces por qué a ti no te ha llegado”, preguntan con justa razón. Una duda lacerante, pero necesaria para despertar de una buena vez. Darnos cuenta de que somos presos que creen ser libres es sólo el primer paso.
Sentarse a digerir los mensajes contenidos en “Derrumbe y celebración”, tanto las letras como los textos que acompañan a cada tema en su recomendable edición física (muy cuidada en cuanto diseño, salvo pequeños detalles de impresión), resulta un ejercicio liberador donde los haya. Como Neo eligiendo la pastilla roja, o el Guasón según Heath Ledger quemando millones de dólares en billetes. “Y si nada es cierto, entonces todo es posible”, declama la reveladora “Piratas y emperadores”, que también plantea que “recordar se parece mucho a la justicia”. Un golpe bajo a la gran mentira del Chile post dictadura: la reconciliación, el perdonazo. No es resentimiento, es mera inteligencia.
Nadie dijo que sacarse los grilletes sería indoloro: requiere aprender a caminar sin el peso que acostumbramos cargar en nuestros pies, y abrazar de nuevo una concepción de mundo que la sociedad censura. Pero no todo es intelectualidad, citas a Nietzsche, física aplicada a las ciencias sociales (“Termodinámica”) o menciones a nuestra historia reciente (los ejecutados del Puente Bulnes en “Todas las barricadas del mundo”). También hay pasión a raudales. Por las venas de Tenemos Explosivos corre la sangre caliente de Asamblea Internacional del Fuego, Criacuervos, Güesosanto, Johnsonoverdrive e Ihnala. Coproducido por la banda y César Ascencio (guitarrista de los prolijos Libra), y masterizado en Chicago por Bob Weston (bajista de los imprescindibles Shellac), “Derrumbe y celebración” se encarama entre lo mejor de la música chilena de este año. Sería inapropiado limitarlo a las filas del post hardcore, o incluso del rock. Este excelente disco es un llamado de atención al planeta entero, y específicamente a este país y sus autoridades ciegas, que afirman que todo va viento en popa. Basura. Sólo los mediocres creen estar siempre en su mejor momento.
26.5.12
La invasión de las nuevas chicas indie
Al mando de sus grupos, las tres acaban de lanzar sus nuevos discos y protagonizan historias que nos recuerdan que no todo gira en torno a Katy Perry, Lady Gaga y Rihanna. Son Victoria Legrand, Beth Ditto y Bethany Cosentino: las otras caras del pop actual.
Victoria Legrand (Beach House), ícono fashionista
En dos días más, el próximo lunes 28 de mayo, esta cantante nacida en Francia cumplirá 31 años de edad. Motivos para celebrar le sobran. Victoria Legrand es la mitad de Beach House, un dúo que viene robándole suspiros a la prensa musical desde mediados de la década pasada, integrado además por su cómplice y contraparte, Alex Scally. Entre ambos, han firmado cuatro discos de estudio con canciones de un pop sofisticado y elegante, cuya última muestra es el sólido “Bloom”.
El alma de esos registros es la voz de esta deudora de divas clásicas, como Jane Birkin y Françoise Hardy, declarada amante de la espontaneidad y miembro de una familia con antecedentes artísticos. Sus tíos son Michel Legrand, compositor y arreglista parisino ganador del Óscar en varias ocasiones, y el escritor Benjamin Legrand. Por eso no es de extrañarse que el debut homónimo de Beach House haya sido grabado en apenas un día y medio, para luego convertirse en uno de los lanzamientos mejor comentados de la temporada 2006.
La misma suerte han corrido el resto de sus trabajos, sistemáticamente alabados por público, periodistas y otros músicos (Best Coast y Vampire Weekend, por ejemplo). Y en la medida en que el prestigio del dúo crece, también lo hace la fama personal de su vocalista, cuyo portafolio suma –pocas, pero muy recomendables- apariciones individuales. El soundtrack de “Crepúsculo: Luna nueva” contiene su colaboración junto al grupo Grizzly Bear (“Slow life”), y el año pasado fue invitada por los populares Air a componer y cantar (el tema “Seven star”) en su más reciente disco, “Le voyage dans la lune”. A paso firme, Victoria Legrand se instala como uno de los personajes femeninos imprescindibles de su generación, que además de disfrutar escuchándola, le rinde culto en Tumblr por su aspecto ensoñador y porque su clóset es la envidia de toda chica hipster.
Beth Ditto (Gossip), niña problema
El mundo conoció primero a la versión furiosa de esta cantante. Fue en 2006 gracias al single “Standing in the way of control”, una proclama anti Bush en clave punk bailable, junto a su grupo, Gossip. Lesbiana confesa, Beth Ditto descargó en ese tema su bronca contra las escasas garantías cívicas que el ex presidente ofrecía a los homosexuales de Estados Unidos. Mary Beth Patterson, nombre de pila de esta auténtica fuerza de la naturaleza, tenía entonces 25 años y su voz acusaba esa rabia que sólo pueden sentir los que han sufrido de verdad. Dato decidor: su biografía revela que viene de una familia humilde de Arkansas, donde se crió con siete hermanos y pasó una infancia llena de privaciones.
En poco tiempo, el panorama cambió de forma radical. La que antes fuera una niña pobre, actualmente es una celebridad pop, incluso más allá de lo musical: forma parte de esa cuadrilla que diseña ropa, comparte en desfiles con Kate Moss y se saca fotos con Jean-Paul Gaultier. Nada mal para una treintañera de 120 kilos que ganó su primer sueldo trabajando de peluquera, y cuya única formación vocal fue un coro de iglesia.
Influenciada por el movimiento riot grrrl, protagonizado en los 90 por bandas feministas, Beth Ditto ha mantenido a lo largo del tiempo un discurso coherente y sin contemplaciones. Para ella, el enemigo es el hombre blanco heterosexual y la propagación de sus ideas; a ellas atribuye que muchos consideren que la notoriedad de Gossip sólo se debe a su imagen, un look que exacerba su imponencia física y que ha sido caldo de cultivo para comentarios de todo tipo. El atrevimiento viene acompañado de una creciente lucidez, sin pelos en la lengua. Mientras los medios perdían la cabeza por Lady Gaga, Ditto se mantuvo firme diciendo que la autora de “Poker face” no era más que una versión suavizada de auténticos rebeldes, como los punks y gays de los 80, y que los primeros trabajos de Prince le parecían mucho más peligrosos.
En lo musical, el trío que lidera este verdadero personaje de antología acumula cinco discos. Con el tiempo, Gossip ha pasado del garage rock de “That's not what I heard”, aparecido en 2000, al pop bailable del flamante “A joyful noise”. Tamaña metamorfosis abrió una puerta giratoria de fans, y la crítica debate si el grupo perdió el filo punk de sus inicios o tal vez sólo es fiel a sus inquietudes. Lo cierto es que Beth Ditto continúa poniendo en jaque a cualquiera que la siga. Entre sus hazañas recientes está su colaboración con Duran Duran (la invitaron a cantar “Notorious” en un show para YouTube dirigido por David Lynch) y el EP solista que lanzó el año pasado (cuatro joyas bailables inspiradas por Whitney Houston y producidas por el dúo electrónico Simian Mobile Disco). Más que un relato motivacional sobre cómo superar los obstáculos sociales y triunfar desafiando a los estereotipos de belleza, la historia de Beth Ditto es un excelente guión en pleno desarrollo. Digno de una película.
Bethany Cosentino (Best Coast), la nerd del curso
Bethany Cosentino parece una amiga cualquiera. Pasa horas en las redes sociales, ama profundamente a su gato, toca guitarra y mira mucha televisión. Cada vez más personas descubren lo fácil que es identificarse con esta californiana de nacimiento y corazón, líder del grupo Best Coast y conocida como bloguera desde antes de “Crazy for you”, su debut de 2010. Con ese disco, un confesional cancionero sobre relaciones amorosas que fallan, la banda se convirtió en el nuevo emblema del soleado sonido de Los Angeles, mediante letras tristes y melodías alegres. La esencia del pop de los 50 y los 60, la música favorita de la guitarrista y compositora aunque ella –desprejuiciada- además se declara fan de Blink 182, Miley Cyrus y Beach House.
A la vez que trabajaba como vendedora de ropa en una tienda de retail, y vendía objetos en eBay para ganar dólares extra, Cosentino tocaba en un proyecto experimental llamado Pocahaunted que, pese a contar con la venia de Sonic Youth, nunca logró entusiasmarla por completo. Lo suyo era más simple que perderse en pantanosas improvisaciones. Se notó apenas “Boyfriend”, uno de los primeros singles de Best Coast, irrumpió en las orejas del público indie, que no tardó en situar a la banda como uno de los nombres más atractivos del orbe. Un título ganado, en buena medida, por la personalidad de su rostro visible, ex estudiante de escritura creativa de no ficción.
Después de cumplir ritos de fama ascendiente, como juntarse a componer con un ídolo de adolescencia (Rivers Cuomo de Weezer, en este caso) y musicalizar una campaña de zapatillas, Bethany Cosentino está de vuelta con el disco “The only place”. Nuevamente, el anhelo por California marca la pauta de sus canciones, pero ahora las letras apuntan a la crisis de los 25 (inseguridades, preguntas existenciales) y las dudas que atraviesa alguien que pasa del anonimato al ojo público. Producida por Jon Brion, el compositor de la banda sonora de “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, la nueva entrega de Best Coast aspira a ampliar el espectro de público del grupo, aunque sin olvidarse del sello personal de esta joven quitada de bulla, que prefiere las montañas del lado este de Los Angeles antes que las playas de Malibú.
Ricardo Montaner: Palabras más, palabras menos
“Seis días de guerra y guerra, de bombardeo, de bombas molotov, de bazucas, de ametralladoras y disparos de fusiles”. No es el relato del corresponsal de un conflicto bélico, sino las palabras de Ricardo Montaner refiriéndose a su desastroso paso por la animación del Festival de Viña, en su libro de autoayuda espiritual “Lo que no digo cantando”. De no ser por esa incontenible verborrea, este personaje de la farándula de Miami difícilmente seguiría viniendo a Chile. Tiene cada vez menos argumentos musicales para volver, pero lo sigue haciendo porque acá se confunde con labia y don de gentes su irritante afán de ser siempre el florero de mesa.
Montaner, obvio, pasó bastante rato hablando entre canciones en su retorno a la capital, después de tres años y medio en los que –según lo visto anoche- poca gente resintió su ausencia. Escaso resultó el marco de asistentes al Movistar Arena, a pesar de que las entradas más baratas sólo valían 5 mil pesos. Eso no frenó el ánimo del solista, enfrentado esta vez al escenario inverso de su recordada actuación de 2003 en la Quinta Vergara, cuando usó carteles con mensajes en vez de su ejercitada lengua para comunicarse con el público. Ahora se vengó transmitiendo hasta por los codos, siendo el centro de las miradas de una audiencia feligrés, indiferente a la escasa trascendencia de sus últimos trabajos.
Argentino de nacimiento y venezolano por adopción, el cantante de 54 años conserva su impronta de baladista edulcorado, generoso en tics dramáticos, muy eficiente a la hora de ser lo más empalagoso posible. “Tan enamorados”, “Me va a extrañar” y en especial “Déjame llorar” -su gran chispazo como compositor- fueron las cumbres de Montaner en vivo, secundado por una banda que incluyó a sus hijos Mau (batería) y Ricky (guitarra), y la particularidad de tener una saxofonista femenina (protagónica en "Será" y "Necesito de ti"). Sonido irreprochable y ejecuciones fieles a los arreglos originales. Romanticismo lacrimógeno, en pocas palabras, aunque de seguro Montaner lo explicaría con miles de metáforas.
Charly García: Canta, garganta con arena
"No voy a parar, ya no tengo dudas", fueron las primeras palabras que salieron de la boca de Charly García, en su nuevo regreso a Santiago, al entonar la célebre "Fanky". El enésimo retorno a buena forma del argentino, mismo gancho con el que promocionó los discos "Say no more" e "Influencia", esta vez tiene connotaciones más profundas que en anteriores oportunidades. El caballero de bigote sentado tras el piano es menos débil de lo que aparenta. Se trata de una persona que fue devorada por el personaje, un tipo que tocó fondo por creerse tan inmortal como sus mejores canciones, y aun así puede jactarse de seguir rockeando 40 años después de empezar.
Aunque ha perdido la voz, Charly (sin apellido para sus amigos, que en Chile son muchos) mantiene la ironía a flor de piel, tal vez su único rasgo que lo salva de ser una caricatura. Las situaciones le siguen dando risa, y todavía le quedan cartuchos por quemar. Tomarle el pelo al público, saludando primero con un "hola, Mendoza" y, rato después, un sarcástico "paz y amor", es su forma de advertir que todavía está más lúcido que varios que se juran cuerdos.
Poca voz le queda al trasandino, pero vaya que entiende el juego de la música. Suple sus falencias llenando el escenario de acompañantes, suma 10 entre las facciones chilena y argentina de The Prostitution, y lo mejor es que no lo hace sólo para encubrirse, sino que también propone arreglos nuevos e interesantes (como reemplazar con vibráfono el solo de guitarra de "Yendo de la cama al living"). La banda cumple, su único problema es Rosario Ortega, una corista que no logra llenar los zapatos calzados alguna vez por Fabiana Cantilo y la fallecida María Gabriela Epumer.
Vestido con cotona, y adherido casi con pegamento a su piano, Charly García revisa inmutable su discografía, actuando bajo una de las consignas favoritas de los políticos: hacer las cosas en la medida de lo posible. Siempre digno durante el concierto, rechaza de plano hacer el ridículo y forzar lo imposible, así que prefiere abandonar cuando sabe que no podrá llegar a un tono. Tampoco empantana el tramo de la velada cuando homenajea -en imágenes mediante la pantalla, nunca en palabras- a Spinetta en "Rezo por vos". Charly, como dice el viejo tango, ya tiene la garganta con arena. Pero acá está. Se queda entre los vivos porque, aunque se haga el desentendido, comprende perfectamente que la suya es una especie en vías de extinción.
22.5.12
All Tomorrows: Zona de promesas
No hay que ser Sherlock Holmes para advertir la influencia de Meshuggah en la música de All Tomorrows. Para qué ocultar lo evidente. Pepe Lastarria, guitarrista y voz del cuarteto, viste una polera de los suecos en su sesión de Rockaxis TV, y mata dos pájaros de un tiro: homenajea al grupo que es su espejo y escupe en la cara de cualquiera que se jure un genio por apuntar el parecido con dedo acusador. Para qué perder tiempo pidiendo disculpas, o escondiendo lo obvio, cuando hay que preocuparse de ser la gran esperanza del metal chileno.
All Tomorrows en vivo despeja sistemáticamente, con la pulsión matemática que caracteriza sus canciones, todas y cada una de las dudas que deja su debut, el EP "Opilion". La pulcritud de ese registro, que peca de sonar demasiado digital, gatilla varias preguntas que sólo en vivo encuentran respuesta. Todo se resume así: ¿De verdad es tan perfecta esta máquina? Sí, lo es. Con sólo dos tocatas previas en el cuerpo, en esta tercera presentación ya podemos confiar en que All Tomorrows es - como diría la prensa anglo- "the next big thing" (la próxima gran cosa); ese dato que da gusto compartir.
Pese a la corta data de su carrera, el grupo está compuesto por tipos de experiencia como Pablo Martínez, el batero de los disueltos Humana (tremenda pérdida reciente), o el bajista Braulio Aspé (Octopus). Pero no se trata de un proyecto paralelo, sino de una banda con vida propia y descomunal proyección: el futuro es suyo. En el inmisericorde set presentado en Rockaxis TV, All Tomorrows mostró buena parte de "Opilion" ('Spyral', 'Kismet', 'Dajial'), aunque también adelantó dos temas nuevos ('Immanence' y 'Fiver's visions'); un par de estrenos para dejarle el colmillo afilado a cualquiera, porque recién el próximo año tendremos en las manos el primer larga duración del empalme.
Las esperanzas en torno a aquel lanzamiento se disparan al cielo viendo en vivo al cuarteto. Pasa lo mismo que con Weichafe en su momento, y con Cómo Asesinar a Felipes hoy en día: se despierta la sobrecogedora sensación de estar ante algo superior, excepcional. Un concepto redondo y bien amarrado. ¿Djent? Por favor, sería injusto llamarlo así, y tan ridículo como los hipsters que hablan de dubstep o chillwave. Si es por identificarlo, metal es su nombre y extremo es su apellido, pero lo que importa realmente es que acá están los nuevos merecedores de nuestro entusiasmo, y en sus filas milita el productor responsable de Portugal, Humana y DRGTNS (Lastarria), tres de las bandas nacionales con mejor sonido en el último lustro. Con semejante genio a bordo en calidad de capitán, este buque destructor aniquilará todo a su paso. Que nos parta un rayo si no es así.
All Tomorrows en vivo despeja sistemáticamente, con la pulsión matemática que caracteriza sus canciones, todas y cada una de las dudas que deja su debut, el EP "Opilion". La pulcritud de ese registro, que peca de sonar demasiado digital, gatilla varias preguntas que sólo en vivo encuentran respuesta. Todo se resume así: ¿De verdad es tan perfecta esta máquina? Sí, lo es. Con sólo dos tocatas previas en el cuerpo, en esta tercera presentación ya podemos confiar en que All Tomorrows es - como diría la prensa anglo- "the next big thing" (la próxima gran cosa); ese dato que da gusto compartir.
Pese a la corta data de su carrera, el grupo está compuesto por tipos de experiencia como Pablo Martínez, el batero de los disueltos Humana (tremenda pérdida reciente), o el bajista Braulio Aspé (Octopus). Pero no se trata de un proyecto paralelo, sino de una banda con vida propia y descomunal proyección: el futuro es suyo. En el inmisericorde set presentado en Rockaxis TV, All Tomorrows mostró buena parte de "Opilion" ('Spyral', 'Kismet', 'Dajial'), aunque también adelantó dos temas nuevos ('Immanence' y 'Fiver's visions'); un par de estrenos para dejarle el colmillo afilado a cualquiera, porque recién el próximo año tendremos en las manos el primer larga duración del empalme.
Las esperanzas en torno a aquel lanzamiento se disparan al cielo viendo en vivo al cuarteto. Pasa lo mismo que con Weichafe en su momento, y con Cómo Asesinar a Felipes hoy en día: se despierta la sobrecogedora sensación de estar ante algo superior, excepcional. Un concepto redondo y bien amarrado. ¿Djent? Por favor, sería injusto llamarlo así, y tan ridículo como los hipsters que hablan de dubstep o chillwave. Si es por identificarlo, metal es su nombre y extremo es su apellido, pero lo que importa realmente es que acá están los nuevos merecedores de nuestro entusiasmo, y en sus filas milita el productor responsable de Portugal, Humana y DRGTNS (Lastarria), tres de las bandas nacionales con mejor sonido en el último lustro. Con semejante genio a bordo en calidad de capitán, este buque destructor aniquilará todo a su paso. Que nos parta un rayo si no es así.
19.5.12
Desde la ensalada de Björk al pisco sour de Javiera Mena, en un solo libro
De la colaboración entre un periodista de tendencias y un ilustrador, ambos españoles, nació el libro “Cocina indie”, un recetario de 90 preparaciones basadas en músicos, cada uno con su propio dibujo y una historia de ficción alusiva a su plato.
El brownie David Bowie, los fideos Franz Ferdinand y la ensalada Björk son algunas de las delicias incluidas en “Cocina indie: recetas, dibujos y discos para gente diferente”, publicado este mes por el periodista de tendencias Mario Suárez y el ilustrador Ricardo Cavolo. De nacionalidad española, los autores se inspiraron en la música de nombres como The Strokes o Sonic Youth para mezclar tres ideas en una: gastronomía, dibujos y ficción.
“Sólo espero que consigan cocinar tal y como les proponemos, que es con diversión y buena música”, comenta Suárez desde Madrid. Su pluma es la responsable de los pequeños relatos que explican las 90 recetas del libro, cada una acompañada por un retrato en colores vivos de la banda o solista escogidos. Entre ellos, destaca la presencia de Javiera Mena, inspiradora del pisco sour a la chilena.
¿Cómo nació este proyecto multidisciplinario?
Surge de la idea de crear un producto editorial distinto, diferente, que mezcle cocina, música y arte. Pero queríamos que, además, se contara de manera distinta. No son recetas al uso, son relatos de ficción, en los que se escucha música, se cocina y se vive una experiencia global. Pero además, es un libro de cocina sin fotografías, con las ilustraciones de Ricardo Cavolo, y eso ya es algo distinto y casi único.
¿Qué fue primero a la hora de hacer el libro? ¿Las ilustraciones, la gastronomía o los relatos?
Primero se hicieron las recetas, los relatos, con titulares divertidos que ya daban una pista a Ricardo para poder ilustrarlas. El humor ha sido fundamental en el proceso de elaboración, porque queremos que la gente lea este libro de gastronomía, porque son minihistorias, minirelatos, donde pasan cosas, no sólo cocina y escuchar canciones.
¿Cómo seleccionaron a los músicos?
Criterios de gustos musicales personales, son grupos del indie internacional, pero con especial atención al indie cantado en español, que arrastra a mucho público y es realmente bueno.
¿Y cómo relacionaron a cada artista con una receta? ¿Alguna asociación entre sonidos y sabores, o tuvo que ver más con la historia personal del músico en cuestión?
Ambos casos. Unas veces era el músico el que te daba la pista para crear un plato, bien por su procedencia, porque en sus canciones quizá nombraba algún plato de comida, o porque en sus redes sociales incluso había comentado que le apetecería comer cierto plato (las giras son duras y alejadas del hogar). En cada receta hay relación entre la música y el tipo de movimiento que implica una receta. No es lo mismo coger una espumadera con una canción de Rufus Wainwright que con una de Catpeople.
En general, ¿qué clase de platos contiene “Cocina indie”?
Son platos fáciles, muy fáciles. No somos chefs, la alta cocina es un terreno que debe quedar para los profesionales. Es un libro de relatos con cocina, música y arte.
¿Algún favorito que sea recomendable?
Soy de maridajes, y el pisco sour a lo Javiera Mena resulta realmente delicioso. Bueno, en general el pisco sour siempre está delicioso, con la música que sea.
¿Por qué incluir a Javiera Mena entre músicos españoles y anglo?
Porque en España queremos mucho a Javiera, es la voz del indie chileno por excelencia, y sus canciones son tan deliciosas que merecían estar en un libro de cocina.
¿Se quedó algún artista en el tintero?
¡Seguro! Lo interesante de la música indie en la actualidad es que está en continuo cambio, mutación, con decenas de grupos nuevos cada semana. Me hubiera gustado tener a Pedropiedra y a Chinoy, dos grandes del indie chileno.
¿Hay planes de editar “Cocina indie” en el extranjero?
Lo cierto es que el público hispanohablante está aceptando muy bien el libro, y nuestra idea es llevarlo a más países, donde la música indie y la cocina es igualmente valorada. De momento, pueden comprarlo on line desde Chile (ya no hay fronteras) en las páginas de Casa del Libro, Amazon o Fnac.
El brownie David Bowie, los fideos Franz Ferdinand y la ensalada Björk son algunas de las delicias incluidas en “Cocina indie: recetas, dibujos y discos para gente diferente”, publicado este mes por el periodista de tendencias Mario Suárez y el ilustrador Ricardo Cavolo. De nacionalidad española, los autores se inspiraron en la música de nombres como The Strokes o Sonic Youth para mezclar tres ideas en una: gastronomía, dibujos y ficción.
“Sólo espero que consigan cocinar tal y como les proponemos, que es con diversión y buena música”, comenta Suárez desde Madrid. Su pluma es la responsable de los pequeños relatos que explican las 90 recetas del libro, cada una acompañada por un retrato en colores vivos de la banda o solista escogidos. Entre ellos, destaca la presencia de Javiera Mena, inspiradora del pisco sour a la chilena.
¿Cómo nació este proyecto multidisciplinario?
Surge de la idea de crear un producto editorial distinto, diferente, que mezcle cocina, música y arte. Pero queríamos que, además, se contara de manera distinta. No son recetas al uso, son relatos de ficción, en los que se escucha música, se cocina y se vive una experiencia global. Pero además, es un libro de cocina sin fotografías, con las ilustraciones de Ricardo Cavolo, y eso ya es algo distinto y casi único.
¿Qué fue primero a la hora de hacer el libro? ¿Las ilustraciones, la gastronomía o los relatos?
Primero se hicieron las recetas, los relatos, con titulares divertidos que ya daban una pista a Ricardo para poder ilustrarlas. El humor ha sido fundamental en el proceso de elaboración, porque queremos que la gente lea este libro de gastronomía, porque son minihistorias, minirelatos, donde pasan cosas, no sólo cocina y escuchar canciones.
¿Cómo seleccionaron a los músicos?
Criterios de gustos musicales personales, son grupos del indie internacional, pero con especial atención al indie cantado en español, que arrastra a mucho público y es realmente bueno.
¿Y cómo relacionaron a cada artista con una receta? ¿Alguna asociación entre sonidos y sabores, o tuvo que ver más con la historia personal del músico en cuestión?
Ambos casos. Unas veces era el músico el que te daba la pista para crear un plato, bien por su procedencia, porque en sus canciones quizá nombraba algún plato de comida, o porque en sus redes sociales incluso había comentado que le apetecería comer cierto plato (las giras son duras y alejadas del hogar). En cada receta hay relación entre la música y el tipo de movimiento que implica una receta. No es lo mismo coger una espumadera con una canción de Rufus Wainwright que con una de Catpeople.
En general, ¿qué clase de platos contiene “Cocina indie”?
Son platos fáciles, muy fáciles. No somos chefs, la alta cocina es un terreno que debe quedar para los profesionales. Es un libro de relatos con cocina, música y arte.
¿Algún favorito que sea recomendable?
Soy de maridajes, y el pisco sour a lo Javiera Mena resulta realmente delicioso. Bueno, en general el pisco sour siempre está delicioso, con la música que sea.
¿Por qué incluir a Javiera Mena entre músicos españoles y anglo?
Porque en España queremos mucho a Javiera, es la voz del indie chileno por excelencia, y sus canciones son tan deliciosas que merecían estar en un libro de cocina.
¿Se quedó algún artista en el tintero?
¡Seguro! Lo interesante de la música indie en la actualidad es que está en continuo cambio, mutación, con decenas de grupos nuevos cada semana. Me hubiera gustado tener a Pedropiedra y a Chinoy, dos grandes del indie chileno.
¿Hay planes de editar “Cocina indie” en el extranjero?
Lo cierto es que el público hispanohablante está aceptando muy bien el libro, y nuestra idea es llevarlo a más países, donde la música indie y la cocina es igualmente valorada. De momento, pueden comprarlo on line desde Chile (ya no hay fronteras) en las páginas de Casa del Libro, Amazon o Fnac.
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Cada vez más músicos lanzan sus propios festivales
Nombres como Metallica y Jay-Z son los últimos en sumarse a esta tendencia, cuyo ejemplo insigne de éxito es el Lollapalooza de Perry Farrell.
Desde que se desató la crisis de la industria musical, los conciertos han sido un salvavidas para el bolsillo de las bandas y solistas fichadas por sellos. Los recitales representan un negocio seguro y de mejor proyección que el de la venta de discos, porque -a diferencia del CD que es imitado por el MP3- no hay tecnología capaz de emular la experiencia de una canción en directo. Sin distinción entre piratas y compradores, cuando a una persona le gusta mucho un artista, finalmente debe pagar una entrada por escucharlo en vivo.
La coyuntura obliga a presentar la oferta más atractiva. Ahora la meta es lograr la mayor convocatoria posible, y es por eso que los festivales están a la orden del día. En el último año, hemos vivido en Chile encuentros como Lollapalooza, Maquinaria, Metal Fest, Mutek y Neutral, dedicados –en distintas escalas- a complacer a un público que cada vez siente menos distancia hacia lo que pasa en el primer mundo.
Una tendencia en boga durante las últimas temporadas, y que bien podría llegar a nuestro país eventualmente, es que músicos de renombre funden y organicen sus propios festivales. Jay-Z anunció recientemente que, los días 1 y 2 de septiembre, llevará a cabo el suyo en Filadelfia. Apenas hecho el aviso, el rapero buscó titulares diciendo que invitaría a Barack Obama a cantar al evento, bautizado como Made in America y auspiciado por una marca de cerveza.
Mientras al esposo de Beyoncé todavía le quedan varios meses de espera, Metallica por otro lado ya inician la cuenta regresiva para ser los anfitriones de Orion Music + More, el festival que realizarán este 23 y 24 de junio en Nueva Jersey. En cada jornada, la banda organizadora tocará completos dos de sus discos más importantes (“Black album” y “Ride the lightning”, respectivamente), y será cabeza de cartel en una planilla que también incluye a Sepultura y Arctic Monkeys, entre otros.
Aun más próximo en el tiempo está Millencolin 20 year (8 y 9 de junio), con el que la banda sueca de punk Millencolin celebrará en Örebro, su ciudad natal, los 20 años de su carrera con The Hives como invitados estelares. Una iniciativa similar –guardando las proporciones- a la de Pearl Jam en septiembre pasado, cuando conmemoraron el vigésimo aniversario de su álbum “Ten” en dos tardes junto a figuras del calibre de The Strokes y Queens of the Stone Age.
Otras bandas que han optado recientemente por esta vía son Wilco (Solid Sound), The Roots (Picnic), 311 (Pow Wow) y Dave Matthews Band (DMB Caravan). Sin embargo, pese a su actual proliferación, los festivales fundados por músicos están lejos de ser una novedad. El ya familiar Lollapalooza fue creado en 1990 por Perry Farrell como una gira de despedida para Jane’s Addiction, su banda. Esa misma década, el emprendimiento lo siguieron con bastante éxito Ozzy Osbourne (Ozzfest), Korn (Family Values) y Phish (bajo distintos nombres).
Con pocas excepciones notables, como “Curiosa” de The Cure que no logró el aforo esperado y sólo se celebró en 2004 , estos eventos suelen ser una carta exitosa que, pese al riesgo de la inversión, ofrece mayores ganancias que acoplarse a encuentros previamente establecidos. Pero son las audiencias las que mandan, y si el menú de certámenes de este tipo crece es porque, además de ser rentables, efectivamente satisfacen paladares y son la fantasía de quienes desean que todo gire en torno a sus músicos favoritos. Al menos durante un par de días.
Desde que se desató la crisis de la industria musical, los conciertos han sido un salvavidas para el bolsillo de las bandas y solistas fichadas por sellos. Los recitales representan un negocio seguro y de mejor proyección que el de la venta de discos, porque -a diferencia del CD que es imitado por el MP3- no hay tecnología capaz de emular la experiencia de una canción en directo. Sin distinción entre piratas y compradores, cuando a una persona le gusta mucho un artista, finalmente debe pagar una entrada por escucharlo en vivo.
La coyuntura obliga a presentar la oferta más atractiva. Ahora la meta es lograr la mayor convocatoria posible, y es por eso que los festivales están a la orden del día. En el último año, hemos vivido en Chile encuentros como Lollapalooza, Maquinaria, Metal Fest, Mutek y Neutral, dedicados –en distintas escalas- a complacer a un público que cada vez siente menos distancia hacia lo que pasa en el primer mundo.
Una tendencia en boga durante las últimas temporadas, y que bien podría llegar a nuestro país eventualmente, es que músicos de renombre funden y organicen sus propios festivales. Jay-Z anunció recientemente que, los días 1 y 2 de septiembre, llevará a cabo el suyo en Filadelfia. Apenas hecho el aviso, el rapero buscó titulares diciendo que invitaría a Barack Obama a cantar al evento, bautizado como Made in America y auspiciado por una marca de cerveza.
Mientras al esposo de Beyoncé todavía le quedan varios meses de espera, Metallica por otro lado ya inician la cuenta regresiva para ser los anfitriones de Orion Music + More, el festival que realizarán este 23 y 24 de junio en Nueva Jersey. En cada jornada, la banda organizadora tocará completos dos de sus discos más importantes (“Black album” y “Ride the lightning”, respectivamente), y será cabeza de cartel en una planilla que también incluye a Sepultura y Arctic Monkeys, entre otros.
Aun más próximo en el tiempo está Millencolin 20 year (8 y 9 de junio), con el que la banda sueca de punk Millencolin celebrará en Örebro, su ciudad natal, los 20 años de su carrera con The Hives como invitados estelares. Una iniciativa similar –guardando las proporciones- a la de Pearl Jam en septiembre pasado, cuando conmemoraron el vigésimo aniversario de su álbum “Ten” en dos tardes junto a figuras del calibre de The Strokes y Queens of the Stone Age.
Otras bandas que han optado recientemente por esta vía son Wilco (Solid Sound), The Roots (Picnic), 311 (Pow Wow) y Dave Matthews Band (DMB Caravan). Sin embargo, pese a su actual proliferación, los festivales fundados por músicos están lejos de ser una novedad. El ya familiar Lollapalooza fue creado en 1990 por Perry Farrell como una gira de despedida para Jane’s Addiction, su banda. Esa misma década, el emprendimiento lo siguieron con bastante éxito Ozzy Osbourne (Ozzfest), Korn (Family Values) y Phish (bajo distintos nombres).
Con pocas excepciones notables, como “Curiosa” de The Cure que no logró el aforo esperado y sólo se celebró en 2004 , estos eventos suelen ser una carta exitosa que, pese al riesgo de la inversión, ofrece mayores ganancias que acoplarse a encuentros previamente establecidos. Pero son las audiencias las que mandan, y si el menú de certámenes de este tipo crece es porque, además de ser rentables, efectivamente satisfacen paladares y son la fantasía de quienes desean que todo gire en torno a sus músicos favoritos. Al menos durante un par de días.
18.5.12
Donna Summer: El último baile
Apenas se supo que el cáncer había derrotado a Donna Summer, los usuarios de Twitter, esa tierra fértil para el error, convirtieron “I will survive” en trending topic. Más allá del bochorno, la equivocación sirvió de involuntaria reverencia a una figura anclada en la memoria colectiva como emblema de un género. A Gloria Gaynor le arrebataron el crédito de su único hit global, del mismo modo en que los más desinformados escuchan cualquier riff duro y piensan que se trata de Metallica. Por indeleble asociación, onda disco significa Donna Summer. Aunque al revés no es tan así.
La extinta solista jamás se casó con un estilo. Su coqueteo con otros sonidos fue constante, desde un breve paso por el grupo sicodélico Crow, influenciado por Janis Joplin, hasta ese corajudo acercamiento a la new wave en el elepé “The wanderer”, apenas comenzaron los 80. Pero si el mundo la llama reina de la música disco es por un motivo sencillo: era simplemente la mejor. Obras de fantasía como “Once upon a time”, “I remember yesterday” y “Bad girls” superaban con creces el sonido de sus contemporáneos, proponiendo complejidad e innovación, mientras el resto se quedaba en explotar –con mayor o menor gracia- fórmulas probadas.
Y todavía ocurre. Sólo escuchar “I feel love” de 1977 resulta mucho más sugerente que mirar los videos lascivos de Rihanna o los escotes de Katy Perry. Junto a los productores Giorgio Moroder y Pete Bellotte, Donna Summer, muy lúcida, echó mano a su sensualidad para engatusar al mundo y sumergirlo en una saga imbatible de álbumes perfectos. A diferencia de lo que ocurre hoy en día, la sustancia era igual de importante que el envoltorio. Esa concordancia mágica, la cruza de un sonido sin parangón y una imagen provocativa, en el momento y lugar correctos, sentaron las bases del prestigio de la cantante que hoy tiene enlutado al pop.
Ni siquiera consuela lo poco auspicioso de las últimas dos décadas, en que Summer sólo editó un disco de canciones originales (el discreto “Crayons” de 2008) y se levantaban sospechas sobre su salud. Que una muerte sea poco sorpresiva no la hace menos dolorosa. Esta pérdida no sólo entristece a los nostálgicos de los pantalones pata de elefante, sino que debiera afectar a cualquiera que reconozca la genialidad de un artista y los alcances que pueda tener. Mientras haya personas bailando “Hot stuff”, ratones de discoteca descubriendo “MacArthur Park” o raperos sampleando “Love to love you baby”, la historia de Donna Summer seguirá sumando capítulos.
La extinta solista jamás se casó con un estilo. Su coqueteo con otros sonidos fue constante, desde un breve paso por el grupo sicodélico Crow, influenciado por Janis Joplin, hasta ese corajudo acercamiento a la new wave en el elepé “The wanderer”, apenas comenzaron los 80. Pero si el mundo la llama reina de la música disco es por un motivo sencillo: era simplemente la mejor. Obras de fantasía como “Once upon a time”, “I remember yesterday” y “Bad girls” superaban con creces el sonido de sus contemporáneos, proponiendo complejidad e innovación, mientras el resto se quedaba en explotar –con mayor o menor gracia- fórmulas probadas.
Y todavía ocurre. Sólo escuchar “I feel love” de 1977 resulta mucho más sugerente que mirar los videos lascivos de Rihanna o los escotes de Katy Perry. Junto a los productores Giorgio Moroder y Pete Bellotte, Donna Summer, muy lúcida, echó mano a su sensualidad para engatusar al mundo y sumergirlo en una saga imbatible de álbumes perfectos. A diferencia de lo que ocurre hoy en día, la sustancia era igual de importante que el envoltorio. Esa concordancia mágica, la cruza de un sonido sin parangón y una imagen provocativa, en el momento y lugar correctos, sentaron las bases del prestigio de la cantante que hoy tiene enlutado al pop.
Ni siquiera consuela lo poco auspicioso de las últimas dos décadas, en que Summer sólo editó un disco de canciones originales (el discreto “Crayons” de 2008) y se levantaban sospechas sobre su salud. Que una muerte sea poco sorpresiva no la hace menos dolorosa. Esta pérdida no sólo entristece a los nostálgicos de los pantalones pata de elefante, sino que debiera afectar a cualquiera que reconozca la genialidad de un artista y los alcances que pueda tener. Mientras haya personas bailando “Hot stuff”, ratones de discoteca descubriendo “MacArthur Park” o raperos sampleando “Love to love you baby”, la historia de Donna Summer seguirá sumando capítulos.
15.5.12
Cuando el aspecto sí importa
Gráficas en 3-D, autoadhesivos, CDs que cambian de color y hasta vinilos con sangre son parte de los agregados que, cada vez más músicos, añaden a sus discos.
Todavía se comenta, cada vez que alguien recuerda a los raperos Tiro de Gracia, que el CD de su disco “Ser humano” tenía como adorno un clavo en su caja, y que el posterior lanzamiento del grupo, “Decisión”, incluía una moneda de un peso. A veces, basta un poco de ingenio en el diseño del empaque para brindar caché a un álbum y convertirlo en una reliquia, en un objeto que no sólo opere como soporte físico de la música, sino que también pueda ser apreciado desde una dimensión estética que lo haga aún más valioso.
Darle peso artístico y atractivo comercial a los formatos físicos es un ítem de suma urgencia en los tiempos que corren. A mediados de abril, en Inglaterra, se registró la peor semana de ventas de discos en 12 años, una baja sobre el 20 por ciento respecto a igual fecha del año pasado. La tendencia mundial arroja estadísticas similares desde los últimos años, y para nadie es desconocida la irreversible crisis que afecta a la industria, pese al éxito de nombres como Adele, Lady Gaga o Michael Bublé.
Por otro lado, hay toda una generación que está creciendo sin conocer rituales entrañables como pasar la tarde en una disquería, comprarse un CD y revisar su carátula mientras lo escucha. Aunque no se trata precisamente de romanticismo: la inmediatez de las descargas digitales ofrece un mundo de ventajas, ampliamente conocidas, pero la experiencia musical del que sólo consume MP3 está incompleta debido a la compresión de audio y al desconocimiento de la obra visual que apoya las canciones.
SEÑAL DE LOS TIEMPOS
Varios grupos, desde multiventas extranjeros hasta chilenos independientes, han comprendido esta señal de los tiempos, y en vez de quedarse en la eterna pataleta anti piratería, optaron por sacar sus álbumes en ediciones que premien al comprador con un producto único. Los fans del cuarteto estadounidense Tool, por ejemplo, recibieron -junto al disco “10,000 days”- un par de lentes estereoscópicos que permitían ver la carátula en tres dimensiones y disfrutarla en toda su plenitud.
Mediante este tipo de acciones, que venían repitiendo desde los 90 (jugando con transparencias y efectos ópticos en trabajos anteriores como “Ænima” y “Lateralus”), Tool han podido complementar su fama como empalme enigmático, cuya propuesta está llena de mensajes crípticos y abiertos al juego de las interpretaciones. No es coincidencia, entonces, que bandas de similar prestigio también utilicen esa clase de recursos.
Los dos últimos discos de Radiohead poseen agregados en sus presentaciones físicas. En 2007, una de las ediciones de “In rainbows” traía un set de stickers que permitía armar el arte de tapa a gusto (Beck hizo algo parecido en “The information”), y las cosas fueron más allá cuatro años después con “The King of limbs”, envuelto en un diario con textos especiales para la ocasión. Un periódico alusivo, llamado “The universal sigh”, fue repartido gratuitamente en varias capitales del mundo el día del lanzamiento, y poco después incluso se distribuyó en Santiago.
Parecido ocurre con Nine Inch Nails, otra banda que mantiene un halo de misterio pese a su fama planetaria. Buena parte de su catálogo cuenta con, al menos, un saludo a los coleccionistas: ya sea en el EP “Broken”, cuyo digipack en tres sentidos (izquierda, derecha y abajo); el doble “And All That Could Have Been/Still” cubierto de una especie de mantel; o el CD negro de “Year Zero” que se aclara al ser reproducido y revela un código binario.
BAÑADO EN SANGRE
Probablemente nadie ha llevado tan lejos el cuidado por el empaque y el diseño como The Flaming Lips. El grupo sacó a fines de abril un recopilatorio de colaboraciones antiguas y nuevas llamado “The Flaming Lips and heady fwends”, que en su versión de lujo (apenas 10 copias al nada módico precio de 2.500 dólares, dirigidos a beneficencia) consistía de vinilos dobles y transparentes rellenos con sangre de los invitados al disco. Chris Martin de Coldplay, la cantante pop Ke$ha y el impagable Nick Cave fueron algunos de los que aportaron al insólito proyecto.
Eso sí, desde el año pasado que The Flaming Lips venían sorprendiendo al mundo con una seguidilla de experimentos similares. El que más destacó fue su canción de 24 horas, publicada en un pendrive inserto en un cráneo humano auténtico. Antes de eso, habían insinuado la idea mediante EPs en cráneos y fetos hechos del material comestible que se usa en los ositos de goma.
No son, ni por lejos, las únicas curiosidades de la lista. En Lituania, un músico de reggae y rap llamado Shidlas presentó su álbum “Saliami postmodern” en un CD con un salame impreso, dentro de una bolsa como las que se usa en el supermercado para conservar carne. Y en Sudáfrica, el conjunto de blues rock Zinkplaat utilizó una falsa portada gris en “Mooi Besoedeling”, que se podía raspar como un juego de lotería para develar su auténtico arte de tapa.
Chile tampoco es la excepción. Varios músicos locales dedican tiempo al aspecto de sus producciones, sin presupuestos abultados, pero sí mucho ingenio. Y lo mejor es que todas se pueden comprar en tocatas a precios accesibles. Ejemplos abundan: el debut homónimo de Corderolobo, alias del solista Carlos Vargas, está inserto en un libro con ilustraciones. Otro cantautor, Nano Stern, lanzó un disco (“Las torres de sal”) que tiene 13 carátulas intercambiables, una por cada canción.
Sus nombres se suman a una lista compuesta, entre otros, por bandas como Lerdo (el digipack pentagonal “División de oro”), La Cuchufleta (“Hoy, joven y vital” en un libro de tapa dura), Aiken (la pulsera pendrive “Reaccionar”) y Notcamp (la tarjeta USB “Uno”). Son cada vez más los casos en que el aspecto sí importa. En una de sus frases más famosas, Einstein lo explicó mejor que nadie: “La creatividad nace de la angustia, como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias”.
14.5.12
Matías Cena y Los Fictions: Cimas y valles
El sexteto se sacó los guantes y se ensució las manos en una sesión que repasó casi todo “Arauco Cajun”, su último disco.
Claro que sería más cool fingir naturalidad, o hablar de country rock nacional como si fuera algo cotidiano, pero lo sensato es sorprenderse y sentir curiosidad. Tener banjo, mandolina y, especialmente, lapsteel en acción no es cosa de todos los días. Que Matías Cena & Los Fictions usen estos instrumentos se ha destacado al hablar del sonido de “Arauco Cajun”, su recomendable lanzamiento de este año, pero en vivo también llama la atención porque es lo primero que salta a la vista. Podrá ser habitual en Estados Unidos, sin embargo, acá en Chile es toda una atracción.
Bien lo dijo Pancho Reinoso, el conductor de Rockaxis TV, durante el programa, cuando apuntó que el grupo pareciera estar “en una isla”. Cierto. Habrá que visitar San Bernardo y Nos, donde según Cena está la verdadera escena de country rock de nuestro país, para saber si esa isla tiene más habitantes. Por lo pronto, los puntos de comparación inmediatos (parodias del género tipo Los Bandoleros o Andrés Lecaros y Los Forajidos) fortalecen la idea de que Matías Cena y Los Fictions son animales únicos en su especie.
Salvo el tema “El sol se esconde en Pudahuel” (del álbum “A todos nos mintieron – Luxemburgo vol. 2”), la sesión del grupo en Onaciú fue un repaso casi íntegro de “Arauco Cajun”, editado bajo etiqueta Algorecords y producido por Alejandro “Perrosky” Gómez, con “Borradores” como única omisión. Aunque hubo otro elemento del disco que la banda dejó en casa: la compostura de aquel registro. En vivo se sacrifica, se reemplaza por más desorden y cojones, por los gritos del guitarrista Patricio Cena al hacer segundas voces (“Fácil y complejo”, y por el clímax de “La voluntad” (que en vez de terminar con versos susurrados de “Poison heart” de los Ramones, ahora lo hizo a punta de alaridos con “In the pines” de Leadbelly).
Ni el pasado hardcore de Matías Cena, ni las poleras de Iron Maiden y Misfits que vestían él y su hermano, hacían presagiar semejante disposición al arrojo en vivo. Rockaxis TV mostró una faceta del sexteto que sólo estaba reservada a los asistentes de sus conciertos: “El día internacional de Gagarin” sonó más densa que nunca, nada que ver con su angustiosa versión original, mientras el cierre con “La reina de las magnolias” se convirtió en un arrebato punk, que dejó el ánimo de Onaciú listo para el show que Bonzo daría pocos minutos después en Bar Loreto.
Por supuesto que el lado calmo del grupo, cuyo líder alguna vez fue un meloso cantautor folk, sigue presente en canciones como “Arqueólogos y escapistas” o “El espacio en el salón”. Esos devaneos forman las cimas y valles de la isla despoblada que habitan Matías Cena & Los Fictions. Un lugar donde la música es pintura costumbrista de una sociedad que nunca existió, un país imaginario en que el sur de Chile y Luisiana son un mismo lugar, y los miembros de The Band son igual de jóvenes que Ryan Adams & The Cardinals y Bright Eyes. “No dejaré que mis tierras sean robadas”, afirman a la defensiva en “Arauco Cajun”. Nadie los moverá de ahí.
Claro que sería más cool fingir naturalidad, o hablar de country rock nacional como si fuera algo cotidiano, pero lo sensato es sorprenderse y sentir curiosidad. Tener banjo, mandolina y, especialmente, lapsteel en acción no es cosa de todos los días. Que Matías Cena & Los Fictions usen estos instrumentos se ha destacado al hablar del sonido de “Arauco Cajun”, su recomendable lanzamiento de este año, pero en vivo también llama la atención porque es lo primero que salta a la vista. Podrá ser habitual en Estados Unidos, sin embargo, acá en Chile es toda una atracción.
Bien lo dijo Pancho Reinoso, el conductor de Rockaxis TV, durante el programa, cuando apuntó que el grupo pareciera estar “en una isla”. Cierto. Habrá que visitar San Bernardo y Nos, donde según Cena está la verdadera escena de country rock de nuestro país, para saber si esa isla tiene más habitantes. Por lo pronto, los puntos de comparación inmediatos (parodias del género tipo Los Bandoleros o Andrés Lecaros y Los Forajidos) fortalecen la idea de que Matías Cena y Los Fictions son animales únicos en su especie.
Salvo el tema “El sol se esconde en Pudahuel” (del álbum “A todos nos mintieron – Luxemburgo vol. 2”), la sesión del grupo en Onaciú fue un repaso casi íntegro de “Arauco Cajun”, editado bajo etiqueta Algorecords y producido por Alejandro “Perrosky” Gómez, con “Borradores” como única omisión. Aunque hubo otro elemento del disco que la banda dejó en casa: la compostura de aquel registro. En vivo se sacrifica, se reemplaza por más desorden y cojones, por los gritos del guitarrista Patricio Cena al hacer segundas voces (“Fácil y complejo”, y por el clímax de “La voluntad” (que en vez de terminar con versos susurrados de “Poison heart” de los Ramones, ahora lo hizo a punta de alaridos con “In the pines” de Leadbelly).
Ni el pasado hardcore de Matías Cena, ni las poleras de Iron Maiden y Misfits que vestían él y su hermano, hacían presagiar semejante disposición al arrojo en vivo. Rockaxis TV mostró una faceta del sexteto que sólo estaba reservada a los asistentes de sus conciertos: “El día internacional de Gagarin” sonó más densa que nunca, nada que ver con su angustiosa versión original, mientras el cierre con “La reina de las magnolias” se convirtió en un arrebato punk, que dejó el ánimo de Onaciú listo para el show que Bonzo daría pocos minutos después en Bar Loreto.
Por supuesto que el lado calmo del grupo, cuyo líder alguna vez fue un meloso cantautor folk, sigue presente en canciones como “Arqueólogos y escapistas” o “El espacio en el salón”. Esos devaneos forman las cimas y valles de la isla despoblada que habitan Matías Cena & Los Fictions. Un lugar donde la música es pintura costumbrista de una sociedad que nunca existió, un país imaginario en que el sur de Chile y Luisiana son un mismo lugar, y los miembros de The Band son igual de jóvenes que Ryan Adams & The Cardinals y Bright Eyes. “No dejaré que mis tierras sean robadas”, afirman a la defensiva en “Arauco Cajun”. Nadie los moverá de ahí.
Daniel Puente Encina - Disparo
No nos veamos la suerte entre gitanos. Nadie creció escuchando discos de los Pinochet Boys porque el grupo nunca sacó ninguno. De hecho, sólo grabaron dos temas en los poco menos de tres años que duró su carrera. Tampoco sería arriesgado pensar que mienten, al menos, la mitad de lo que aseguran haberlos visto en vivo alguna vez.
Más que un sonido, el aporte del cuarteto fue compartir con la gente precisa un modo de vivir –en sentido literal- la música. Pero, sin restarle mérito, su reivindicación por parte de historiadores, que lo han convertido en un fetiche de un tiempo a esta parte, tiene mucho que ver con la escualidez de la mitología rockera chilena, carente de héroes, dioses y hazañas.
La experiencia no se niega, en todo caso. Daniel Puente Encina, ex líder de Pinochet Boys, es un sobreviviente; pasajero en eterno trance que por primera vez firma un álbum con nombre y apellidos. Paso lógico luego de años tocando en otros proyectos (Parkinson, Niños con Bombas y Polvorosa) y viviendo en otros países.
“Disparo” tiene sólo un enemigo: esa doble militancia de su autor, indeciso entre ser una figura de culto o un solista debutante. Por cierto, acá va la descripción que hace Puente Encina de este disco: “es la idea de un bluesman de los años 20 que se pierde de su ruta habitual por honki-tonks y aparece por razones inexplicables, como la vida misma, en Cuba”. Y cuando tiene que autodefinirse, el cantante y guitarrista habla de sí mismo como un “cowboy espacial” (cualquier parecido con Jamiroquai es coincidencia), o alguien que está “fuera de este mundo”.
Con tanto volador de luces, tanto estímulo que llega de uno y otro lado (prensa y artista), darle por fin play a “Disparo” resulta tranquilizador y, al rato, bastante auspicioso. Se trata de un disco de autor que de complejo sólo tiene su background, y que muchas veces parece una versión minimalista y trasnochada de Los Amigos Invisibles tratando de escribir su propia “Sympathy for the devil”.
Sólo guitarra, percusiones y voz protagonizan la ópera prima de Puente Encina. No se echan de menos más instrumentos, porque las canciones son decididamente entretenidas, e incluso hay algunas memorables. “Pa’ tenerte aquí” es el tema de amor combativo que todo universitario debería dedicarle a su novia (“voy a destruir las creencias que hace tiempo este mundo no necesita, todito por ti”). En cambio, “Lío” es un relato despechado con el que se identificaría cualquiera en una relación tormentosa (“lío es mi apellido desde que se cruzó tu camino y el mío”).
Aparte de “Botellas contra el pavimento”, rescatada del catálogo de Pinochet Boys, “Disparo” tiene varios resabios punk; nunca en el sonido, pero sí en la forma de enfrentar el mundo que describe su autor. Habla sobre encontrarse con el diablo (en “El diablo espera por mí” y “Déjame fuera”), y se mofa de la superficialidad en “Amor de abajo” (“la moda nos hace vestir distintos, ¿será que sólo nos quiere uniformar?, se usa de todo todo muy atrevido, más lo que no se usa es el pensar”). Puente Encina sigue dando pelea, sólo que ahora combate a ritmo de soul latino y con look de vaquero à la Bunbury.
Más que un sonido, el aporte del cuarteto fue compartir con la gente precisa un modo de vivir –en sentido literal- la música. Pero, sin restarle mérito, su reivindicación por parte de historiadores, que lo han convertido en un fetiche de un tiempo a esta parte, tiene mucho que ver con la escualidez de la mitología rockera chilena, carente de héroes, dioses y hazañas.
La experiencia no se niega, en todo caso. Daniel Puente Encina, ex líder de Pinochet Boys, es un sobreviviente; pasajero en eterno trance que por primera vez firma un álbum con nombre y apellidos. Paso lógico luego de años tocando en otros proyectos (Parkinson, Niños con Bombas y Polvorosa) y viviendo en otros países.
“Disparo” tiene sólo un enemigo: esa doble militancia de su autor, indeciso entre ser una figura de culto o un solista debutante. Por cierto, acá va la descripción que hace Puente Encina de este disco: “es la idea de un bluesman de los años 20 que se pierde de su ruta habitual por honki-tonks y aparece por razones inexplicables, como la vida misma, en Cuba”. Y cuando tiene que autodefinirse, el cantante y guitarrista habla de sí mismo como un “cowboy espacial” (cualquier parecido con Jamiroquai es coincidencia), o alguien que está “fuera de este mundo”.
Con tanto volador de luces, tanto estímulo que llega de uno y otro lado (prensa y artista), darle por fin play a “Disparo” resulta tranquilizador y, al rato, bastante auspicioso. Se trata de un disco de autor que de complejo sólo tiene su background, y que muchas veces parece una versión minimalista y trasnochada de Los Amigos Invisibles tratando de escribir su propia “Sympathy for the devil”.
Sólo guitarra, percusiones y voz protagonizan la ópera prima de Puente Encina. No se echan de menos más instrumentos, porque las canciones son decididamente entretenidas, e incluso hay algunas memorables. “Pa’ tenerte aquí” es el tema de amor combativo que todo universitario debería dedicarle a su novia (“voy a destruir las creencias que hace tiempo este mundo no necesita, todito por ti”). En cambio, “Lío” es un relato despechado con el que se identificaría cualquiera en una relación tormentosa (“lío es mi apellido desde que se cruzó tu camino y el mío”).
Aparte de “Botellas contra el pavimento”, rescatada del catálogo de Pinochet Boys, “Disparo” tiene varios resabios punk; nunca en el sonido, pero sí en la forma de enfrentar el mundo que describe su autor. Habla sobre encontrarse con el diablo (en “El diablo espera por mí” y “Déjame fuera”), y se mofa de la superficialidad en “Amor de abajo” (“la moda nos hace vestir distintos, ¿será que sólo nos quiere uniformar?, se usa de todo todo muy atrevido, más lo que no se usa es el pensar”). Puente Encina sigue dando pelea, sólo que ahora combate a ritmo de soul latino y con look de vaquero à la Bunbury.
10.5.12
Duran Duran: Armar y desarmar
Hubo un tiempo en que Duran Duran era la banda más grande del mundo, y las secuelas de esa época fueron palpables anoche en un Teatro Caupolicán lleno y rendido a sus pies. Esos niños bonitos que robaban suspiros femeninos en los 80, y eran ninguneados por los trolls de aquel entonces, ofrecieron uno de los mejores conciertos que haya dado un número del recuerdo en nuestro país. Completamente repuesto de una afección vocal que lo mantuvo inactivo por meses, Simon Le Bon dejó pasmados a sus fans sonando tal cual lo conocieron hace ya tres décadas. Y como quien le vende el alma al diablo, el bajista John Taylor apoyó la labor del frontman luciendo muy joven y moldeando el ritmo con precisión de reloj suizo.
Del baile ("The reflex", "Hungry like a wolf") a los temas lentos ("Come undone", "Ordinary world"), y del presente inmediato ("Before the rain") al pasado más remoto ("Planet Earth"). Nada que reprocharle a un compendio de clásicos pop de orientación funky que, de alguna u otra forma, siempre mantuvo su raíz post punk y new wave. "Estamos acá para su placer", dijeron al iniciar el concierto. Cumplieron su palabra. Hubo muy poco de "All you need is now", su última entrega, aunque lo mostrado de ese disco ratifica los elogios que ha conseguido, de la mano del productor Mark Ronson (el responsable de "Back to black" de Amy Winehouse).
Duran Duran no ha perdido el filo, pero además el tiempo y las tendencias han jugado a su favor. El saxo usado en "Girls on film", por ejemplo, habría sido un detalle pasado de moda hace una década, pero hoy el revival de ese instrumento (en proyectos jóvenes como Destroyer o M83) suma atractivo a la apuesta del ahora cuarteto. De seguro están al tanto. Hablamos de un grupo que no da puntada sin hilo y que es capaz de recular, colaborando con Timbaland (en el fiasco "Red carpet massacre") y levantándose después del fracaso con la ayuda del genial David Lynch. Eso se llama inteligencia. Y de artificial sólo tiene la ropa y los peinados. El resto es todo de verdad.
Del baile ("The reflex", "Hungry like a wolf") a los temas lentos ("Come undone", "Ordinary world"), y del presente inmediato ("Before the rain") al pasado más remoto ("Planet Earth"). Nada que reprocharle a un compendio de clásicos pop de orientación funky que, de alguna u otra forma, siempre mantuvo su raíz post punk y new wave. "Estamos acá para su placer", dijeron al iniciar el concierto. Cumplieron su palabra. Hubo muy poco de "All you need is now", su última entrega, aunque lo mostrado de ese disco ratifica los elogios que ha conseguido, de la mano del productor Mark Ronson (el responsable de "Back to black" de Amy Winehouse).
Duran Duran no ha perdido el filo, pero además el tiempo y las tendencias han jugado a su favor. El saxo usado en "Girls on film", por ejemplo, habría sido un detalle pasado de moda hace una década, pero hoy el revival de ese instrumento (en proyectos jóvenes como Destroyer o M83) suma atractivo a la apuesta del ahora cuarteto. De seguro están al tanto. Hablamos de un grupo que no da puntada sin hilo y que es capaz de recular, colaborando con Timbaland (en el fiasco "Red carpet massacre") y levantándose después del fracaso con la ayuda del genial David Lynch. Eso se llama inteligencia. Y de artificial sólo tiene la ropa y los peinados. El resto es todo de verdad.
7.5.12
Nano Stern: La ronda de los amigos
Violín al hombro, Nano Stern entra por el pasillo izquierdo del Teatro Nescafé de las Artes. Sorprendido, el público sólo atina a aplaudirlo, pero el cantautor les pide silencio: todavía no está conectado a ninguna amplificación. “Shhh”. Todos callan. El quinto aniversario del músico, que luego tomó el bombo, empezó con “Desde muy lejos”, el tema inaugural de su homónimo disco debut, seguido de “Cantaba”, otra del mismo álbum.
Las cortinas, que permanecían cerradas, se abren. Un sample de lluvia y truenos marca la aparición de los instrumentos que acompañarán la guitarra del solista en esta celebración: batería, flauta, bajo y cello. Es el primer acto, y viene con una advertencia. Según Stern, para poder terminar alegres, hay que partir con las canciones más tristes. Para él, nómade por excelencia, estos cinco años de carrera han sido un viaje, y si un viaje no mezcla dulzor y amargura, no merece ser llamado así.
Pasan “Lágrimas de oro y plata”, “Azul”, “Flor de cactus” y “Nube”. Pocos tienen el poder de este melenudo con pinta de vikingo, al que no le cuesta nada mantener a su audiencia con el alma en un hilo. Intercambia energía con una fluidez que ninguno de sus compañeros de generación se atrevería a soñar. Comunión. Esa es la palabra correcta. Todos están sobrecogidos. Después de “Las torres de sal”, el corte que da nombre al último trabajo del cantante, otro as sale de la manga.
Francisco Sazo, Pancho para los amigos de Congreso, hace acto de presencia en el entarimado. Se sienta en una silla, tranquilo, casi apocado, y entona “Naufragar” a dúo con el protagonista de la velada. Y entonces, en el clímax del tema, hacia el final, el canoso vocalista deja a todo el teatro peinado para atrás con el poderío atronador de su garganta. Juega de igual a igual con el dueño de casa, bastantes años menor, termina y se va. Es el equivalente musical de ver al maestro Yoda tirando el bastón y poniéndose a pelear. Impresionante.
Fin del primer acto. Sonido de mar y campanas para el segundo. “Cuatro vientos” y “Los espejos” cambian el switch del concierto, dan un respiro. Nano Stern cuenta que, en el Festival del Huaso de Olmué, conoció a su próximo invitado, el guitarrista de una banda emergente a la que quiere apoyar. ¿Su nombre? Inti Illimani. Sonriendo por la broma, Manuel Meriño acompaña en “La puta esperanza” (solo incluido) y “No te imaginas”. Un deleite. Sigue la retrospectiva con dos fragmentos del álbum debut: “Cementerio” y “El tiempo nos dirá”, pero el desgarro ya se va despidiendo.
El sampleo ahora es de relojes que simbolizan un nuevo bloque del set. Cambian los tiempos y también los arreglos de los temas. “Casualidad”, más cargada al saxo, da paso a “La raíz” en una versión enrabiadísima, indignada. Aciertos que acentuaron el carácter de ambas composiciones. A coro con el público, relevante y activo todo el concierto, “Un gran regalo” es la escogida por el solista para agradecer por este lustro de música, y de paso citar “Big yellow taxi” de la imprescindible Joni Mitchell ( con la línea “don't it always seem to go, that you don't know what you've got till it's gone”, muy ad hoc). Tras “Ópticas ilusiones” y su letra encandilada por la incertidumbre, llega una certeza: no hay celebración sin “El vino y el destino”. Nano Stern, de camisa sudada y rostro cubierto de pelo, da saltos. Ya nadie está sentado. Tierra derecha.
Totalmente en solitario, el bis llega sin hacerse esperar mucho. “Uno solo” precede al estreno de una creación reciente que todavía no tiene nombre, un bosquejo de lo que podría ser el futuro disco del cantautor. O tal vez no, quién sabe. El tema habla sobre la belleza de lo simple, tópico usual de su pluma, y es seguido por “Necesito una canción”. La banda regresa para “Tejequeteteje”, dedicada a los trabajadores de Chile, y el cierre con “Amanecer”. Pero la jornada no termina aquí: queda la última sorpresa. Por el mismo pasillo que caminó Nano Stern, el izquierdo, irrumpe la agrupación colegial de música andina Sikuri Malta. Son niños vestidos de colores, traen bombo, zampoñas y alegran todo a su paso. Comparten arriba del escenario y bajan por el lado derecho, junto a Stern que lidera la marcha con su propio bombo. El público se levanta y los sigue, mientras tocan una versión de “Cariñito”, la famosa cumbia de Los Hijos del Sol. Ya no existe tarima que nos distancie, podemos vernos las caras y somos todos como amigos. Hay algarabía. Esto sí que es un final de fiesta, faltó poco para terminar en la calle. Será en un próximo aniversario.
Las cortinas, que permanecían cerradas, se abren. Un sample de lluvia y truenos marca la aparición de los instrumentos que acompañarán la guitarra del solista en esta celebración: batería, flauta, bajo y cello. Es el primer acto, y viene con una advertencia. Según Stern, para poder terminar alegres, hay que partir con las canciones más tristes. Para él, nómade por excelencia, estos cinco años de carrera han sido un viaje, y si un viaje no mezcla dulzor y amargura, no merece ser llamado así.
Pasan “Lágrimas de oro y plata”, “Azul”, “Flor de cactus” y “Nube”. Pocos tienen el poder de este melenudo con pinta de vikingo, al que no le cuesta nada mantener a su audiencia con el alma en un hilo. Intercambia energía con una fluidez que ninguno de sus compañeros de generación se atrevería a soñar. Comunión. Esa es la palabra correcta. Todos están sobrecogidos. Después de “Las torres de sal”, el corte que da nombre al último trabajo del cantante, otro as sale de la manga.
Francisco Sazo, Pancho para los amigos de Congreso, hace acto de presencia en el entarimado. Se sienta en una silla, tranquilo, casi apocado, y entona “Naufragar” a dúo con el protagonista de la velada. Y entonces, en el clímax del tema, hacia el final, el canoso vocalista deja a todo el teatro peinado para atrás con el poderío atronador de su garganta. Juega de igual a igual con el dueño de casa, bastantes años menor, termina y se va. Es el equivalente musical de ver al maestro Yoda tirando el bastón y poniéndose a pelear. Impresionante.
Fin del primer acto. Sonido de mar y campanas para el segundo. “Cuatro vientos” y “Los espejos” cambian el switch del concierto, dan un respiro. Nano Stern cuenta que, en el Festival del Huaso de Olmué, conoció a su próximo invitado, el guitarrista de una banda emergente a la que quiere apoyar. ¿Su nombre? Inti Illimani. Sonriendo por la broma, Manuel Meriño acompaña en “La puta esperanza” (solo incluido) y “No te imaginas”. Un deleite. Sigue la retrospectiva con dos fragmentos del álbum debut: “Cementerio” y “El tiempo nos dirá”, pero el desgarro ya se va despidiendo.
El sampleo ahora es de relojes que simbolizan un nuevo bloque del set. Cambian los tiempos y también los arreglos de los temas. “Casualidad”, más cargada al saxo, da paso a “La raíz” en una versión enrabiadísima, indignada. Aciertos que acentuaron el carácter de ambas composiciones. A coro con el público, relevante y activo todo el concierto, “Un gran regalo” es la escogida por el solista para agradecer por este lustro de música, y de paso citar “Big yellow taxi” de la imprescindible Joni Mitchell ( con la línea “don't it always seem to go, that you don't know what you've got till it's gone”, muy ad hoc). Tras “Ópticas ilusiones” y su letra encandilada por la incertidumbre, llega una certeza: no hay celebración sin “El vino y el destino”. Nano Stern, de camisa sudada y rostro cubierto de pelo, da saltos. Ya nadie está sentado. Tierra derecha.
Totalmente en solitario, el bis llega sin hacerse esperar mucho. “Uno solo” precede al estreno de una creación reciente que todavía no tiene nombre, un bosquejo de lo que podría ser el futuro disco del cantautor. O tal vez no, quién sabe. El tema habla sobre la belleza de lo simple, tópico usual de su pluma, y es seguido por “Necesito una canción”. La banda regresa para “Tejequeteteje”, dedicada a los trabajadores de Chile, y el cierre con “Amanecer”. Pero la jornada no termina aquí: queda la última sorpresa. Por el mismo pasillo que caminó Nano Stern, el izquierdo, irrumpe la agrupación colegial de música andina Sikuri Malta. Son niños vestidos de colores, traen bombo, zampoñas y alegran todo a su paso. Comparten arriba del escenario y bajan por el lado derecho, junto a Stern que lidera la marcha con su propio bombo. El público se levanta y los sigue, mientras tocan una versión de “Cariñito”, la famosa cumbia de Los Hijos del Sol. Ya no existe tarima que nos distancie, podemos vernos las caras y somos todos como amigos. Hay algarabía. Esto sí que es un final de fiesta, faltó poco para terminar en la calle. Será en un próximo aniversario.
6.5.12
Roxette: Palabra mágica
Pierde las proporciones el que piense que Roxette es un grupo irrelevante. Que ahora los ignoren en Estados Unidos, donde los artistas son desechados con suma facilidad, para nada afecta la convocatoria del dúo en Chile. Acá los suecos llenan el Movistar Arena y, apenas un año después, repiten la hazaña y se quedan cortos de espacio en el Teatro Caupolicán. Básicamente es el mismo concierto anterior, pero en el papel esta venida se justifica con "Travelling", disco editado a fines de marzo que contiene material nuevo mezclado con refritos, y que fue concebido como la segunda parte del álbum "Tourism", aparecido hace dos décadas.
"¿Ya tienen nuestro último disco? Yo no", dice Per Gessle. Es broma, pero no tanto. En la práctica, el recital se trató de un grandes éxitos actualizado a cuentagotas. De su lanzamiento reciente, sólo un tema (el single "It's possible") fue rescatado en vivo, e igual suerte corrió su penúltima entrega, "Charm school" (de la que tocan "She's got nothing on (but the radio)"). El resto es artesanía pop conocida por todos, banda sonora de la vida para muchos. Un set en que el uso de onomatopeyas y pequeños detalles se torna vital. Ahí está la fortaleza de sus éxitos: en el "nanana" de "The look", el "yeah yeah yeah" de "Dressed for success", la forma en que Gessle dice "baby" en "Sleeping in my car"y en los silbidos de "Joyride". Ovaciones seguras para el tándem, liderado por una Marie Fredriksson revitalizada tras ganarle una batalla al cáncer, y que con las flexiones de su voz compensa su rigidez escénica. Roxette no vino a reclamar vigencia, sino a complacer, y lo plantean con absoluta sensatez, bien escaso en el pop actual. Su honestidad se agradece en un país donde, todavía, su nombre es una palabra mágica a la hora de vender entradas.
"¿Ya tienen nuestro último disco? Yo no", dice Per Gessle. Es broma, pero no tanto. En la práctica, el recital se trató de un grandes éxitos actualizado a cuentagotas. De su lanzamiento reciente, sólo un tema (el single "It's possible") fue rescatado en vivo, e igual suerte corrió su penúltima entrega, "Charm school" (de la que tocan "She's got nothing on (but the radio)"). El resto es artesanía pop conocida por todos, banda sonora de la vida para muchos. Un set en que el uso de onomatopeyas y pequeños detalles se torna vital. Ahí está la fortaleza de sus éxitos: en el "nanana" de "The look", el "yeah yeah yeah" de "Dressed for success", la forma en que Gessle dice "baby" en "Sleeping in my car"y en los silbidos de "Joyride". Ovaciones seguras para el tándem, liderado por una Marie Fredriksson revitalizada tras ganarle una batalla al cáncer, y que con las flexiones de su voz compensa su rigidez escénica. Roxette no vino a reclamar vigencia, sino a complacer, y lo plantean con absoluta sensatez, bien escaso en el pop actual. Su honestidad se agradece en un país donde, todavía, su nombre es una palabra mágica a la hora de vender entradas.
5.5.12
Yauch, el ideólogo que ya no está
Cuesta disociar a Beastie Boys de la inolvidable “(You gotta) fight for your right (to party!)”, un exitazo encumbrado hasta hoy como himno del hedonismo adolescente. En 1988, dos años después de que la canción apareció, Public Enemy dio vuelta la idea en “Party for your right to fight”, suerte de parodia inversa en que se le agregaba seriedad –llámese letras politizadas- a un original supuestamente irresponsable. Los mismos Beastie Boys dejaron de lado su hit durante varias temporadas, cuando cambiaron los polerones raperos por ternos a la medida, temerosos de que pudiera afectar su reputación. Todos estaban equivocados.
No habrá tenido agudos comentarios sociales, como los que vendrían después, pero “(You gotta) fight for your right (to party!)” advertía tempranamente que el trío neoyorquino pensaba fuera del molde. Que, en vez de sólo describir la fiesta como los grupos glam, preferían convertirla en causa de proselitismo, riéndose de ellos mismos y del resto. El primero en darse cuenta de que había caído en su propia broma fue Adam Yauch, fundador del grupo e ideólogo de sus acciones. Una de sus últimas actividades, antes de perderse del ojo público, fue dirigir un cortometraje en honor a los 25 años del tema, en que aparecen Will Ferrell, Jack Black y Elijah Wood, entre muchísimos otros, personificando a los Beastie Boys.
De voz grave y rima flemática en comparación a la de sus compañeros, Mike D y Ad-Rock, el recién extinto músico siempre fue el más agudo y rápido a la hora de pensar. Su cabeza fue el lugar donde nació la banda, cuando ni siquiera era mayor de edad, así que reclutó gente que lo siguiera. Tuvo buen ojo: a sus dos colegas los sacó de bandas sin mucho futuro en la escena hardcore. Y qué decir de los DJs que fichó: Rick Rubin fue uno de los primeros, antes de convertirse en un solicitado productor requerido por Metallica tanto como por Shakira, y al último de ellos, Mix Master Mike, lo bajaron de un campeonato mundial (DMC World DJ Championships) por miedo a que lo ganara por cuarto año consecutivo.
Conocido también por su alias rapero, MCA, Adam Yauch moldeó a los Beastie Boys a imagen y semejanza de sus convicciones. Generoso, usó su fama en beneficio de otros, en vez de acaudalarse y acumular trofeos. Se vio en hechos concretos apenas lanzado el exitoso “Check your head” de 1992, que llevó a la creación del sello Grand Royal, en el que aprovecharon la plataforma millonaria de Capitol Recordings para editar a grupos más jóvenes. Budista practicante, Yauch pasaría la época de gloria del trío, tras el multiventas “Ill communication” de 1994, preocupado de que el Tíbet lograra independizarse de China. Primero levantando la voz mediante su propia ONG, Milarepa Fund, y después organizando los eventos Tibetan Freedom Concert para juntar fondos de la mano de U2, Rage Against the Machine y Radiohead, entre otros.
Es incierto el futuro que le espera a Beastie Boys después de este golpe. Las características voces chillonas de Mike D y Ad-Rock se valían, en gran medida, de la templanza aguardentosa de MCA para lucirse. De seguir, lo que antes los hacía únicos ahora sería plano. Pero el problema, más que musical, está en la médula de los chicos bestia como banda. Son, desde este momento, un cuerpo malherido. Falla el bombeo de sangre desde el corazón, hay daño en los dos hemisferios del cerebro. Diagnóstico desolador: Adam Yauch no está más y nadie podrá reemplazarlo. Así de simple. Así de triste. Así de cierto.
Los Tres: Memoria selectiva
La relación entre Los Tres y la cultura pop chilena anoche sumó otro episodio a su libro, cuando Fernando González subió a la tarima del Teatro Caupolicán para presentar al grupo, tal como Pedro Carcuro lo hiciera en los 90. El retirado tenista bromeó con la cancelación del concierto, dijo que él sería el encargado de parchar, junto a sus propios músicos: Álvaro, Titae y Ángel. Así partió el recital acústico de los penquistas, una banda que en vivo no deja detalle al azar y que, 17 años después de su famoso "MTV Unplugged", toca desenchufada mejor que nunca.
Es tan consistente el show de Los Tres que provoca emociones encontradas. Resulta un lujo escuchar a Lindl y Parra, dominando contrabajo y guitarra respectivamente, y presenciar el inmenso carisma de Henríquez. Pero, por otro lado, extraña que sea el mismo grupo cuyo último disco es el regular "Coliumo". El ex cuarteto, que todavía resiente un poco la ausencia de Pancho Molina en batería, posee todos los argumentos para seguir siendo efervescente y romper moldes, como lo hicieron hasta su disolución, y sin embargo insiste en rememorar su pasado.
Los Tres tienen memoria selectiva. Se olvidaron de la época en que sacaron su mejor y más valiente obra, "Fome" de 1997 (que a fines de junio estará de aniversario), y declaraban a la prensa que estaban aburridos de tocar siempre lo mismo. En cambio, optan por revivir el tiempo en que, según sus propias palabras, hasta los carabineros se sabían "Quién es la que viene allí". El período que los terminó asqueando. Su único guiño al presente es invitar a Leo Saavedra, líder de Primavera de Praga (banda a la que produjo Henríquez en su disco "Satélite"), en "La feria verdadera". Todo el resto del libreto es conocido por cualquiera de las cientos de miles de personas que compraron el "Unplugged". Nada nuevo bajo el sol, salvo las renovadas ganas de saber si, algún día, Los Tres se acordarán de que aún son muy jóvenes para convertirse en un grupo del recuerdo. La categoría de clásicos, que es un asunto aparte, la tienen ganada hace años.
Es tan consistente el show de Los Tres que provoca emociones encontradas. Resulta un lujo escuchar a Lindl y Parra, dominando contrabajo y guitarra respectivamente, y presenciar el inmenso carisma de Henríquez. Pero, por otro lado, extraña que sea el mismo grupo cuyo último disco es el regular "Coliumo". El ex cuarteto, que todavía resiente un poco la ausencia de Pancho Molina en batería, posee todos los argumentos para seguir siendo efervescente y romper moldes, como lo hicieron hasta su disolución, y sin embargo insiste en rememorar su pasado.
Los Tres tienen memoria selectiva. Se olvidaron de la época en que sacaron su mejor y más valiente obra, "Fome" de 1997 (que a fines de junio estará de aniversario), y declaraban a la prensa que estaban aburridos de tocar siempre lo mismo. En cambio, optan por revivir el tiempo en que, según sus propias palabras, hasta los carabineros se sabían "Quién es la que viene allí". El período que los terminó asqueando. Su único guiño al presente es invitar a Leo Saavedra, líder de Primavera de Praga (banda a la que produjo Henríquez en su disco "Satélite"), en "La feria verdadera". Todo el resto del libreto es conocido por cualquiera de las cientos de miles de personas que compraron el "Unplugged". Nada nuevo bajo el sol, salvo las renovadas ganas de saber si, algún día, Los Tres se acordarán de que aún son muy jóvenes para convertirse en un grupo del recuerdo. La categoría de clásicos, que es un asunto aparte, la tienen ganada hace años.
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