No nos veamos la suerte entre gitanos. Nadie creció escuchando discos de los Pinochet Boys porque el grupo nunca sacó ninguno. De hecho, sólo grabaron dos temas en los poco menos de tres años que duró su carrera. Tampoco sería arriesgado pensar que mienten, al menos, la mitad de lo que aseguran haberlos visto en vivo alguna vez.
Más que un sonido, el aporte del cuarteto fue compartir con la gente precisa un modo de vivir –en sentido literal- la música. Pero, sin restarle mérito, su reivindicación por parte de historiadores, que lo han convertido en un fetiche de un tiempo a esta parte, tiene mucho que ver con la escualidez de la mitología rockera chilena, carente de héroes, dioses y hazañas.
La experiencia no se niega, en todo caso. Daniel Puente Encina, ex líder de Pinochet Boys, es un sobreviviente; pasajero en eterno trance que por primera vez firma un álbum con nombre y apellidos. Paso lógico luego de años tocando en otros proyectos (Parkinson, Niños con Bombas y Polvorosa) y viviendo en otros países.
“Disparo” tiene sólo un enemigo: esa doble militancia de su autor, indeciso entre ser una figura de culto o un solista debutante. Por cierto, acá va la descripción que hace Puente Encina de este disco: “es la idea de un bluesman de los años 20 que se pierde de su ruta habitual por honki-tonks y aparece por razones inexplicables, como la vida misma, en Cuba”. Y cuando tiene que autodefinirse, el cantante y guitarrista habla de sí mismo como un “cowboy espacial” (cualquier parecido con Jamiroquai es coincidencia), o alguien que está “fuera de este mundo”.
Con tanto volador de luces, tanto estímulo que llega de uno y otro lado (prensa y artista), darle por fin play a “Disparo” resulta tranquilizador y, al rato, bastante auspicioso. Se trata de un disco de autor que de complejo sólo tiene su background, y que muchas veces parece una versión minimalista y trasnochada de Los Amigos Invisibles tratando de escribir su propia “Sympathy for the devil”.
Sólo guitarra, percusiones y voz protagonizan la ópera prima de Puente Encina. No se echan de menos más instrumentos, porque las canciones son decididamente entretenidas, e incluso hay algunas memorables. “Pa’ tenerte aquí” es el tema de amor combativo que todo universitario debería dedicarle a su novia (“voy a destruir las creencias que hace tiempo este mundo no necesita, todito por ti”). En cambio, “Lío” es un relato despechado con el que se identificaría cualquiera en una relación tormentosa (“lío es mi apellido desde que se cruzó tu camino y el mío”).
Aparte de “Botellas contra el pavimento”, rescatada del catálogo de Pinochet Boys, “Disparo” tiene varios resabios punk; nunca en el sonido, pero sí en la forma de enfrentar el mundo que describe su autor. Habla sobre encontrarse con el diablo (en “El diablo espera por mí” y “Déjame fuera”), y se mofa de la superficialidad en “Amor de abajo” (“la moda nos hace vestir distintos, ¿será que sólo nos quiere uniformar?, se usa de todo todo muy atrevido, más lo que no se usa es el pensar”). Puente Encina sigue dando pelea, sólo que ahora combate a ritmo de soul latino y con look de vaquero à la Bunbury.
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