No será un gran negocio el rock chileno, pero su baja rentabilidad ha hecho que se salve de ser privatizado. Es más, salvo ocasionales aportes de marcas de alcohol o ropa –que aportan mercadería usualmente-, en nuestro país no hay capitales de empresas invertidos en ningún tipo de proyecto musical, como sí ocurre todavía en el extranjero. Basta revisar los nominados a los Grammy latinos, o los megaconciertos por los que nuestro país paga muy caro, para sentir el verde aroma de los dólares. La música local, por descarte (y no por alguna consigna barata), es pública. Nos pertenece a todos.
Una proporción cada vez más grande de grupos y solistas regalan su material en línea. Las tocatas, aunque suelen empezar tarde para forzar el consumo de alcohol, no son caras (por tres mil pesos, es posible ver en vivo la solidez de Cómo Asesinar a Felipes o The Ganjas). La oferta es amplia. Hay calidad de sobra. El rock chileno cumple con la mayoría de las acepciones que tiene la palabra “popular”¨: es del pueblo, viene desde él y puede ser costeado por bolsillos menos favorecidos. Su gran vacío está en la falta de reconocimiento del público mayoritario, que no lo integra a sus tradiciones.
El enemigo es un cúmulo de malas costumbres. Una de las peores es la simple falta de cuestionamiento. El mundo es demasiado grande como para que, salvo excepciones que alimentan la regla, sean siempre norteamericanos e ingleses los artistas anglo que conozcamos. Lo mismo pasa con la música en español, porque las potencias regionales también se repiten, siguiendo una línea que no tiene nada de artístico, sino que más tiende a premiar a los mismos de siempre. A los que ni siquiera necesitan de un país como Chile para seguir existiendo. ¿Acaso alguien podría creer en serio que de verdad todo el talento se concentra en las grandes economías mundiales y en los mercados discográficos más robustos? Creer eso es partir con el pie izquierdo, apoyarnos en una premisa absurda.
Hay suficiente genuflexión hacia algunas culturas foráneas como para, más encima, entregar nuestras orejas. Escuchar lo que ocurre en nuestro país es consumir contracultura de generación espontánea. Es una forma de rebelarse. La resistencia parte en casa y se fortalece por el análisis grupal de las desventajas del ambiente discográfico patrio, enfocado en cómo vencerlas limpiamente. En el debut de esta columna, hace algunos meses, usamos la figura del baterista Iván Molina (Emociones Clandestinas, Santos Dumont, Philipina Bitch y un largo etcétera) y sus tres décadas de carrera para graficar lo pequeño que es Chile y lo fácil que es toparse con músicos en el camino. Pueblo chico, infierno grande: así se llama el problema. Pero la moneda tiene cara y sello: la pequeñez del circuito sonoro chileno también ofrece una ventana.
De tanto compartir escenarios, productores, fichajes y esfuerzos en general, varios sellos independientes nacionales, en su rol de entes de la resistencia, decidieron oficializar su acción conjunta, unidos bajo el nombre IMI (Industria Musical Independiente). Los involucrados son Algorecords, Quemasucabeza, Potoco Discos, Cazador, Discos Tue-Tue y Discos Río Bueno. Seis nombres que podrían ser los presuntos implicados del mayor complot contra la abulia, frente a la nueva música chilena, que se recuerde en los últimos 10 años. Un golpe necesario. Se mantiene la autonomía de cada etiqueta, pero nace una instancia para la coordinación entre ellas, en la que destaca como una de las ideas más inteligentes en la corta historia de estas pequeñas compañías. Ya lo dijo Pink Floyd en ‘Hey You’: “juntos, seguimos en pie; divididos, nos caemos”.
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